Mucho antes de febrero - Semanario Brecha
El camino hacia el golpe

Mucho antes de febrero

Lo que los investigadores dicen es que el asalto al poder no fue un accidente, ni una reacción a la breve erupción guerrillera, ni la consecuencia del mareo «peruanista» que afectó temporalmente –como a muchos otros partidos– a sectores de la izquierda. Si la dictadura tanto nos cambió, opinan, es porque hunde sus raíces lejos, porque son profundas, y porque el yuyo, una vez carpido, sigue teniendo de donde alimentarse.

El Ejército desplegado durante la huelga general de 1973. Al fondo, la central térmica José Batlle y Ordóñez que estaba ocupada por los trabajadores. UNA HISTORIA EN IMÁGENES, AURELIO GONZÁLEZ

«Todas las crisis por las que pasamos generaron cambios políticos o han ido asociadas a cambios políticos. La crisis de 1982 aceleró la caída de la dictadura. La crisis de 2002 aceleró el triunfo del Frente Amplio [FA]. Nadie puede dudar que el frenazo en el crecimiento que se produjo entre 2014 y 2015 fue uno de los elementos que hicieron que el FA perdiera las elecciones de 2019. Sin embargo, respecto al golpe de Estado de 1973 no puede decirse que haya tenido una causa económica inmediata, pero sí de algo que venía pasando desde fines de los años cincuenta», sostuvo el titular del Programa de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Sociales, Luis Bértola, cuando Brecha le preguntó por las raíces económicas del golpe.

«En el momento en que se produce el quiebre iban transcurridos 16 años de estancamiento económico», recordó al semanario el colega de Bértola, del Departamento de Ciencia Política de la misma casa, Jaime Yaffé . «Más allá de pequeñas variaciones anuales, cuando uno mira la evolución a largo plazo del PBI ve que el último año de crecimiento franco había sido 1957. Era el fin de una etapa de crecimiento significativo iniciada en 1943. Desde el 57 la economía se estancó. No es una recesión», precisó, también, Yaffé.

«El problema es que, cuando transitamos el boom, generamos acuerdos y expectativas que, cuando viene la crisis, son muy difíciles de mantener», observó Bértola. «El Fondo de Compensación Ganadera, que se armó durante la bendita posguerra, podía hacer maravillas con la montaña de plata obtenida a partir de las exportaciones. El consumidor de Montevideo pagaba la carne barata, el productor vendía el novillo caro. Los frigoríficos eran subvencionados. A los trabajadores de los frigoríficos les vendían la carne regalada. Todo el mundo feliz», ejemplificó.

Pero esa fue una bonanza de patas cortas. «La demanda de nuestros productos en que se basaba [la bonanza] no iba a ser firme», consignó Bértola. «Los altos precios de la lana, de la carne, del trigo, del aceite y la semilla de lino, que eran nuestros principales productos de exportación, obedecían a que Europa, nuestro principal mercado, después de la guerra, tuvo que recomponer su producción. Debían reconstruir un continente arrasado por la guerra y eso les llevó unos diez años. Y no solo lo hicieron, sino que mantuvieron su política proteccionista de toda la vida. El mismo proteccionismo hacia su producción agraria que todavía hoy sigue obstaculizando que alcancemos un acuerdo comercial con Europa», explicó.

TIRONEOS Y TIROTEOS

Y entonces el hilo se cortó por lo más delgado. «Justo hoy estaba repasando esto», comentó Yaffé mostrando una gráfica sobre la evolución del salario real entre 1957 y 1984 contenida en el capítulo sobre la economía durante la dictadura que escribió para La dictadura cívico-militar.1 «Mirá, más allá de las fluctuaciones, cuando trazás una línea media es brutal. Desde 1957 hasta 1973 los salarios perdieron aproximadamente el 45 por ciento de su valor real. (Véase artículo de Pablo Messina y Cecilia Moreira en esta edición) En 1968, cuando dejaron de funcionar los consejos de salarios, ya habían caído en un 30 por ciento. La inflación se los había comido.»

«Entonces –reflexionó Yaffé– en la coyuntura previa al golpe había un enorme malestar social. Por un lado, los sectores vinculados al mundo del trabajo canalizaron esa insatisfacción por el lado de la rebeldía, la organización y la movilización a través del movimiento sindical, mientras los hijos lo hacían a través del movimiento estudiantil. Por otro lado, otros sectores de la población probablemente sintieron insatisfacción con la capacidad de los políticos tradicionales de resolver estos problemas. Y esto no llevaba necesariamente a la protesta social. Podía llevar a confiar en otros actores, como los militares. O podía traducirse en una desconfianza en la democracia para sacar al país de la crisis.»

Por cierto que durante ese largo estancamiento hubo intentos de distintos bloques políticos de cambiar la situación. Cuando, en 1959, llegó al gobierno el Partido Nacional (PN), con una mayoría herrerorruralista, buscó la solución en una liberalización simbolizada por la reforma cambiaria y monetaria. Pero las elecciones siguientes les dieron el predominio a los opositores al herrerorruralismo, dentro del mismo partido, es decir, a la Unión Blanca Democrática, que promovería el robusto diagnóstico de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico, la CIDE, e intentaría encaminar –sin lograrlo realmente– el programa desarrollista que la propia CIDE trazó. Y esa línea tendría cierta continuidad al comienzo del gobierno colorado que presidía Óscar Gestido, cuando el Ministerio de Hacienda estuvo a cargo de Amílcar Vasconcellos y la recién creada Oficina de Planeamiento y Presupuesto en manos de Luis Faroppa. Pero eso duró unos pocos meses.

El 9 de octubre de 1967, para enfrentar la conflictividad sindical, Gestido apeló al mismo mecanismo que los batllistas habían denunciado hasta el cansancio cuando lo habían aplicado sus predecesores nacionalistas: las medidas prontas de seguridad. El elenco desarrollista renunció y el timón volvió a torcerse hacia la derecha. Fallecido Gestido a fines de ese año, la congelación de precios y salarios decretada por su sucesor, Jorge Pacheco Areco, logró por un breve período moderar la inflación. «Lo que pasa es que después vino el período electoral, y entonces se reproduce una dinámica histórica bien conocida: durante el año electoral hay un poco de circo y al año siguiente se sabe que viene el ajuste», observó Bértola.

«A mí me gusta decir que fueron años de tironeos y tiroteos», añadió. Entre tanto, ciertos intelectuales del empresariado maduraban su propia solución. «Lo ponen en negro sobre blanco en la Búsqueda dirigida por Ramón Díaz, cuando todavía no era un tabloide semanal, sino una revistita mensual: “Si para lograr la libertad económica que nunca hemos tenido hay que sacrificar la libertad política, habrá que hacerlo”, sostienen», subrayó al semanario el historiador Gerardo Caetano.

CONTIGO O SIN TI

De acuerdo a las interpretaciones recogidas, seguir la huella que desembocó en el asalto al poder concluido el 27 de junio de 1973 obliga a ir igual de lejos que cuando se persiguen sus raíces económicas. «No quiere decir que todo estuviera libretado desde 1959, pero entonces el país incorporó las lógicas de la Guerra Fría. Y el 59 es un buen punto de inicio porque, además, el cambio de gobierno implicó un cambio importante en la interna de las Fuerzas Armadas. Desde hacía mucho tiempo el PN traía en su programa “no escrito” el propósito de “blanquearlas”. Y esas pretensiones terminaron dándoles peso en ellas a sectores ubicados bastante más a la derecha de los que entonces predominaban», comenzó diciendo Yaffé, el miércoles pasado, en el coloquio sobre el golpe que se realizó en la sala Maggiolo de la Universidad de la República.

En su concepto, el siguiente mojón de este camino está en 1964, el año del golpe en Brasil, porque es aquel en que la hipótesis de un golpe en Uruguay «sale de las bambalinas del mundillo político y aparece en el espacio público, a manejarse en la prensa». La marca siguiente sería la de 1968, cuando el régimen político uruguayo «se empieza a parecer cada vez menos a uno democrático y cada vez más a uno autoritario, con un uso abusivo de las normas constitucionales para producir situaciones que lesionan la institucionalidad democrática», señaló Yaffé, aludiendo a que prácticamente toda la administración de Pacheco transcurrió bajo medidas prontas de seguridad. Luego «un proceso de erosión democrática conducido por la elite política gobernante» terminó en el golpe.

La intervención inmediata a la de Yaffé fue la de Caetano, quien manifestó algún matiz, dirigido a señalar la temprana constitución de un «partido militar» que bien pronto, también, formuló un programa golpista. Habría dos fechas a incorporar, entonces: la del 25 de agosto de 1965, fundación de la logia militar Tenientes de Artigas, encabezada por el herrerista Mario Aguerrondo, «uno de los mentores más importantes de la dictadura, candidato presidencial de la minoría herrerista del PN en 1971, que en 1972 se retira de la política partidaria para pasar a presidir el Centro Militar y cuya muerte, en 1977, motivó un verdadero funeral de Estado».

«Era el mentor, un hombre de ideas filofascistas, el general que los blancos pusieron a cargo de la región militar más importante, la N.° 1, aquel cuyo nombre se vinculaba a todas las intentonas golpistas de las que se hablaba, el tipo con quien confrontaba el general Liber Seregni y a quien Gestido supo sustituir inmediatamente al asumir, poniendo justamente a Seregni en su lugar. En 1977, todos los generales quisieron cargar su cajón, todos», había enfatizado Caetano el día anterior, durante su encuentro con Brecha.

El segundo momento que el historiador quiso subrayar fue diciembre de 1970, cuando ascendió al generalato Gregorio Goyo Álvarez presentando una tesis que es –precisamente– el golpe. «Fijate en el simbolismo: el Goyo pasó a ser entonces quien había llegado más joven al generalato. Hasta entonces ese blasón lo tenía Seregni, que se lo había arrebatado justamente a Gestido», comentó Caetano entonces. Y siendo el más joven, fue sin embargo el director del Estado Mayor Conjunto, añadió. «Pero además, ya entonces hace rato que las Fuerzas Armadas habían desbordado sus límites y practicaban la tortura, como lo demostró la comisión parlamentaria sobre la materia que presentó sus conclusiones a mediados de ese año.»

La pendiente hacia el 27 de junio, advirtió también Caetano, tampoco debería dejar de registrar los hitos que señalaron las definiciones de los sectores que confluyeron con los militares en la «coalición golpista», asunto de la primera mesa del coloquio. De julio de 1968 es, por ejemplo, la carta pública que la filial uruguaya de la organización integrista católica Tradición, Familia y Propiedad dirigió al papa Paulo VI, quien visitaría América Latina al mes siguiente. En ella manifestaba «el clamor de angustia que les nace en el alma al ver que el peligro comunista crece en nuestro país, y que a ese crecimiento no son ajenos apoyos e influencias procedentes del campo católico». (A propósito de este tema véase la nota de Nicolás Iglesias en este mismo número.)

Dentro de la coalición golpista, junto a esa derecha católica que contraatacaba tras el desplazamiento de que había sido objeto por efecto de la militancia progresista de la feligresía, los historiadores mencionaron redes intelectuales vinculadas a la educación, a los medios de comunicación, a las redes paramilitares y parapoliciales y, por supuesto, a sectores políticos como el pachequismo (véase artículo de Marcos Rey) o el sector herrerista que siguió a Aguerrondo y a Martín Etchegoyen. La polémica emergió al hablar del empresariado.

Yaffé había subrayado que las cámaras empresariales no habían hecho ninguna manifestación clara respecto al golpe. Caetano insistió en que no siempre las cámaras expresan de manera transparente al empresariado. La historiadora Magdalena Broquetas bajó el tema a tierra al referirse a un personaje concreto, Juan José Gari: «El 27 de junio se escuchó a dos senadores, Carlos Julio Pereira [del Movimiento Nacional de Rocha, PN] y Enrique Rodríguez [Partido Comunista], que señalaron a Gari como padre putativo del golpe. Creo que Gari, ruralista de la primera hora, latifundista, empresario industrial y banquero, fue más bien el padre putativo de Juan María Bordaberry, su mentor político, su principal consejero, como lo había sido de Benito Nardone. Financiaba en buena medida a la Juventud Uruguaya de Pie y, como decía la izquierda, tenía muchos vínculos con “la rosca”. Los militares no lo querían, lo asociaban a los ilícitos. Pero era el capital financiero», explicó.

Yaffé, por su parte, puso sobre la mesa un sector que no se deja definir como socio de aquella coalición, pero cuyo «consentimiento pasivo» es necesario presumir. Lo hizo volcando algunos datos provenientes de una encuesta que Gallup hizo entre la población uruguaya pocas semanas antes del quiebre, en mayo de 1973, y que no había sido publicada hasta que Ignacio Zuasnábar, director de Equipos Consultores, la consiguió y reprodujo en su libro Treinta años de opinión pública.2

«Los resultados son impresionantes si suponemos que sean válidos, al menos aproximadamente», advirtió el investigador, y glosó: «Cuando se le pregunta a la gente si las acusaciones que los militares les hacían a los políticos eran ciertas o exageradas, acusaciones que eran básicamente de corrupción, el 52 por ciento de los encuestados contesta que son ciertas y solo el 27 que son exageradas. Cuando la pregunta es: “¿Usted está de acuerdo con que los legisladores no se preocupan por el bienestar del pueblo?”, el 60 por ciento dice que está de acuerdo. “¿Usted está de acuerdo con que los parlamentarios gozan de grandes privilegios que son verdaderos abusos?” es otra. El 70 por ciento está de acuerdo. Y vean esto. La pregunta es: “¿Quiénes son más respetuosos de la Constitución y las leyes?” El 44 por ciento dice que los militares y apenas el 23 que son los políticos».

Y a esta altura el lector habrá apreciado que, entre los historiadores, la discusión sobre el asalto al poder no se centra en los meses que precedieron al 27 de junio, como sí ha sido frecuente en las versiones periodísticas. «Es que es una ilusión pensar que el Ejército uruguayo estaba jugando a las cartas en los cuarteles cuando, en setiembre de 1971, Pacheco los puso a cargo del combate a la guerrilla. Si el año pasado Cabildo Abierto habló tanto de abril de 1972 fue para distorsionar la historia de la misma manera. Se trata de hacer creer que las Fuerzas Armadas intervinieron fundamentalmente porque, a partir de determinadas acciones de la guerrilla, el poder político las convocó. Y eso no es verdad. Ahí están las torturas probadas ya en 1970 o la tesis del Goyo, del mismo año. La orientación golpista ya estaba», señalaba Caetano a Brecha.

Esto no quiere decir que los investigadores se salteen el análisis de los cambios de temperatura que signaron los meses inmediatamente anteriores al golpe. El miércoles en la Maggiolo quien puso la lupa sobre eso fue Broquetas, que –sin minimizar la relevancia del tan comentado febrero de 1973– hizo dos señalamientos que parece conveniente consignar.

«A mi juicio –sostuvo Broquetas– el de febrero es un segundo momento, pero yo creo que hay que recuperar la centralidad de octubre de 1972. En ese momento las Fuerzas Armadas desconocen la orden del ministro de Defensa, la orden del Poder Ejecutivo, de liberar a cuatro detenidos que estaban a disposición de la justicia militar, cuatro médicos, que habían sido muy torturados. Hay una primera insubordinación clara, al punto que genera una crisis institucional que termina con la renuncia del ministro de Defensa, el pasaje a retiro del comandante en jefe del Ejército y una crisis ministerial. Y además, es a partir de entonces que empiezan a discutirse las salidas de las que volverá a hablarse en febrero, como remover a Bordaberry o llamar a elecciones anticipadas.»

¿Y qué pasó en junio? ¿Por qué el golpe no fue en octubre del 72 ni en febrero del 73? «En junio la derecha política está más dividida que nunca. Bordaberry ya no cuenta con el Parlamento. Finalmente se le caen los apoyos de la 15 y de la minoría herrerista. Si tuviera que decir algo provocativo para la conversación, como hipótesis, se podría decir que si [este golpe en cámara lenta] se prolongó tanto, fue porque la mayoría legislativa lo permitió. Cuando el apoyo a Bordaberry comenzó a resquebrajarse la avanzada golpista fue inmediata», propuso la historiadora.

EXTERMINISTAS

La tapa del 28 de mayo de 1943 del semanario Marcha fue una fotografía tomada desde la panza de un bombardero aliado. Mostraba las bombas cayendo sobre el territorio alemán, sobre esa gente. El largo epígrafe no lamentaba nada: historiaba los bombardeos nazis para concluir en lo que también era el título principal de aquella edición: «El que a hierro mata, a hierro muere».

«Es que la forma en que se pensaba la violencia en los años cuarenta, cincuenta, sesenta era muy diferente a como la pensamos hoy, y nos cuesta entenderlo», advertía a Brecha el historiador Aldo Marchesi la mañana del martes.

«El discurso de la Guerra Fría –insistió Marchesi– significaba que había actores que tenían que estar por fuera de la política: el comunismo, el marxismo. Eso implicaba eliminar a determinados sectores. Los documentos de los organismos de inteligencia revelan desde muy temprano esa idea de que el otro no tiene derecho a existir», señaló el historiador.

Y lo que había que borrar de la faz de la tierra iba bastante más allá de las organizaciones guerrilleras. «Si se leen los libros de la dictadura como Testimonio de una nación agredida o La subversión queda muy claro que los tipos tienen una visión del mundo, un proyecto de nuevo Estado que excedía en mucho una operación quirúrgica contra las guerrillas. Su concepción del enemigo ya es gramsciana. Identifican a todos los actores que promovieron la crítica y van por ellos. Van mucho más lejos que la dictadura brasileña. Destruyen, por ejemplo, el Instituto de Matemáticas de la Facultad de Ingeniería.»

En medio de la crisis la violencia también fue «un camino de certezas» para las izquierdas, considera Marchesi. Pero incidió en un segmento breve de la larga marcha hacia el golpe, se recordó en el coloquio. En aquella senda iniciada a más tardar en el 65, toda la documentación ratifica que las guerrillas pesaron solo desde fines del 68 y hasta setiembre del 72. La violencia estatal no se detuvo ni por asomo entonces, se profundizó.

La Operación Morgan, iniciada tres años después, fue tal vez su expresión más arrasadora, mientras los terroristas paraestatales, «licenciados» por la dictadura, se entretenían en congresos llamados anticomunistas, pero que Broquetas en el coloquio calificó de exterministas. «Hoy ya no se habla de esto, de la violencia estatal que supone cualquier proyecto, de la contestación violenta tampoco. La discusión fue simplemente cancelada», objetaba Marchesi el martes. Y esto sucede cuando, desde otras orillas, el monopolio de la capacidad coercitiva pretendido por el Estado vuelve a ser radicalmente cuestionado y, como Bértola señalaba, las expectativas de estancamiento económico se hacen, desde 2014 y 2015, lamentablemente firmes.

1. Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, EBO, 2009.

2. Montevideo, Fundación Konrad Adenauer, 2018.

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