Es el retorno a la pantalla grande y a la ficción adulta –en el medio hizo Metegol, de animación, y productos para la televisión– de Juan José Campanella, diez años después del éxito de El secreto de sus ojos, que le valió un Oscar. Campanella siempre se ha movido con habilidad en una narrativa clásica y una ficción que no oculta su esencia artificiosa, impregnada de melodrama y tópicos caros a una tradición de vocación popular (El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda). Con esta película,1 el director remarca su postura homenajeando con una remake un filme de hace más de cuarenta años, a su director, a su elenco y a cierta manera de hacer cine que, a la luz de su filmografía, evidentemente lo marcó. Los muchachos de antes no usaban arsénico, negrísima comedia dirigida por José Martínez Suárez, con Mecha Ortiz, Narciso Ibáñez Menta, Arturo García Buhr, Mario Soffici y Bárbara Mujica, se estrenó en 1976, el año del golpe de Estado. Su temática feroz –que incluye nada menos que desapariciones– no resultó atractiva en esos aciagos días, pero, con el correr del tiempo, fue revalorizada por muchos cinéfilos y se convirtió en un filme de culto. Campanella reformula en parte el guion original, cambiando la profesión de dos de los personajes principales, pero, sobre todo, trasmutando la cruel misoginia de aquel trío masculino en cierta forma de afecto y complicidad, aunque surcada por viejos rencores y agravios.
Mara, una diva del cine envejecida (Graciela Borges), vive en una casa aislada en el campo, rodeada de objetos que le recuerdan sus tiempos de gloria y conviviendo malamente con su esposo, también actor aunque secundario (Luis Brandoni), quien fue su director (Oscar Martínez), y un guionista (Marcos Mundstock). Mientras ella contempla incansablemente las viejas películas que protagonizó –lo que permite un melancólico juego de imágenes que superpone la antigua tersura a la tez marchita del presente–, el marido, condenado a una silla de ruedas a raíz de un accidente, se dedica a pintar y a divertirse con historias y bromas pesadas con los otros dos hombres. A ese ambiente estático pero infectado de malicia y pequeñas venganzas –los hombres no cesan de mortificar a la mujer con sus jueguitos, que incluyen tiros y ratas– llega una pareja joven (Nicolás Francella y Clara Lagos), que, por medio de una adulación desmedida a la desvalorizada diva, pretende hacer un buen negocio comprando la casona y su terreno para desarrollar un ambicioso proyecto inmobiliario. Lo que sigue es una guerra de guerrillas entre los tres viejos, confabulados para impedir que los saquen de lo que sienten su hogar, los jóvenes embaucadores y Mara, que se esfuerza en creer que aún se la recuerda y que tiene posibilidades de comenzar de nuevo. Llego hasta aquí; ya no se puede contar más.
Como sucedía a menudo con ese cine que Campanella homenajea, es necesario que el espectador acepte las reglas de artificio planteadas. En este caso, el ordenamiento teatral de la mayoría de las escenas y la manera, en varios casos altisonante, de decir palabras que siempre lucen precisas, pensadas, calculadas; todo muy distante del naturalismo al que nos ha acostumbrado el cine desde hace bastante tiempo. Si ese mecanismo de adaptación funciona, la película resulta muy disfrutable en sus ráfagas de humor negro, sus evocaciones cinéfilas –además de que hay una película original, algunas sombras de Sunset Boulevard (1950) y Arsénico y encaje antiguo (1944) planean por ahí– y su juego de simulaciones, que puede llegar al extremo. Oscar Martínez se presenta ante la secretaria del yuppie Francella como Mario Soffici –sin la menor posibilidad de ser descubierto, puesto que la muchacha no tiene la menor idea de a quién corresponde ese nombre– y aclara más tarde que en el fondo siempre quiso ser Mario Soffici. Es factible sospechar que Campanella habla por su boca.
1. El cuento de las comadrejas. Juan José Campanella, Argentina/España, 2019.