Con esta resurrección gloriosa de Barbie –la película viene rompiendo todos los récords de este año en taquilla y, junto con Oppenheimer, de Nolan, está devolviendo las multitudes a los cines del mundo– parece confirmarse que Greta Gerwig tiene un gran talento para trabajar sobre personajes icónicos, netamente arraigados en la cultura popular. Asumiendo la creación cinematográfica como una tarea comunicacional que, sin abandonar la pretensión de entretenimiento, puede también cumplir una función histórica y política, otorga a sus personajes –tanto a Barbie como a Jo, de Mujercitas– la oportunidad de una concreta evolución simbólica hacia el feminismo. Así, estableciendo sobre esos íconos populares una mirada crítica, pero siempre respetuosa, nunca destructiva, propicia un interesante juego dialéctico que convoca a personas de diferentes generaciones a dialogar, tanto desde la evocación emotiva como desde la razón conceptual, sobre temas actuales e importantes, animándose a enriquecer una determinada postura ideológica mediante la ampliación de sus horizontes estéticos. Y si Mujercitas fue, todavía, una película más dirigida a la clase media intelectual y a sus hijas –al fin y al cabo, se trata de la adaptación de un libro de fines del siglo XIX, con una estética de vestidos antiguos y tonos amarronados, grises y azulados–, al meterse con la resignificación de Barbie, un personaje muchísimo más marketinizado, rosado y terraja, está apostando a la masificación de una discursividad que, como se ilustra en una de las escenas de la película, utiliza la cultura pop para invitar a las mujeres a abandonar el universo de la supuesta perfección y situarse, de manera colectiva y consciente, en la complejidad del mundo real –o, dicho de otro modo, del patriarcado–.
Pero la película no es solamente una relectura comprometida o una declaración de principios: es, antes que nada, una buena comedia, y gracias a la potencia crítica del género despliega su discurso con una inusitada libertad. En ese sentido, no parece casual la referencia continua a The Ladies Man, esa obra maestra de la ironía que en el 61 estrenaba Jerry Lewis. Gerwig, en su función de guionista junto con Noah Baumbach, pero también en el particular tono que mantiene en la dirección de actores, aprovecha la volada para hacer honor a la tradición cómica de un Hollywood que parecía muerto, sepultado detrás de la escatología desembozada de la nueva comedia estadounidense: uno capaz de corroer la moral y las buenas costumbres sin entregarse del todo al cinismo. Así, Barbie coquetea tanto con la apuesta cómica más autoconsciente, esa que parece recordarnos todo el tiempo que estamos asistiendo a una representación, como con una lectura deprimente de la realidad circundante, sobre todo en lo que refiere al comportamiento masculino, con una enorme cantidad de buenos chistes, algunos de antología –¡qué goce la escena en la que Ken toca la guitarra en el fogón, y la del intelectual que explica El padrino!–. Pero, aún entre gags y risotadas, tampoco le escapa a la construcción dramática de una sincera emotividad –nostálgica, pero no tanto– y a la apuesta última por una organización colectiva diversa y diferente, capaz de cambiar la organización social del futuro, aunque, sobre todo –o tal vez de forma única– con respecto a lo sexogenérico, ya que no se mete con cuestionamientos más interseccionales, vinculados a la clase o la raza. Una última apreciación: ¡hay grandes números musicales! La película juega también con la tradición de la comedia musical y la utiliza como modelo para completar su gran rompecabezas posmoderno.
La compenetración y entrega del elenco ilustra a la perfección la significación política del enfoque. Margot Robbie brilla en la composición de Barbie, asumiendo con flexibilidad todos los desafíos que la complejidad del guion le impone. Michael Cera está simpatiquísimo, Will Ferrell hace de las suyas, Kate McKinnon presenta una weirda muy consistente, America Ferrera y Ariana Greenblatt son unas adorables madre e hija. Pero el premio mayor es para Ryan Gosling, que se consagra como un comediante inteligente y versátil en un papel para nada fácil. El resultado colectivo es una interesante guiñada al presente, llena de tonos rosa, papel picado y sentidos dobles y triples que nos obligan a reinterpretar los signos. Tal vez sea en esa multiplicidad semántica que se esconde la mayor nostalgia de la infancia: Barbie nos recuerda el disfrute de agarrar las mismas cosas, los mismos muñecos, las mismas casitas y ropitas, para reorganizar todo de una manera nueva y así, como en un sorprendente abracadabra, convertir lo que siempre pareció una estupidez –Barbie, esa tonta muñeca rubia– en otra cosa.