Quién calla a quién - Semanario Brecha
Los debates sobre la censura vigente

Quién calla a quién

Está instalado un debate sobre la libertad de expresión y la censura. Mientras la derecha teme la corrección política y defiende la libertad de expresión de Trump, el gobierno avanza con iniciativas que, de diferentes maneras, recortan la libertad de los uruguayos.

Pintada sobre la vereda del liceo Zorrilla, en Montevideo. Héctor Piastri

«¡Gané la elección!», celebró Donald Trump en su cuenta de Twitter el lunes 16. El pequeño detalle es que, en realidad, había perdido. Por 6 millones en la votación popular y por 74 votos en el colegio electoral. Hasta Fox News, la cadena especializada en apoyar al Partido Republicano, había dado como un hecho su derrota diez días antes. Debajo del tuit del presidente estadounidense, Twitter colocó una lacónica advertencia: «Múltiples fuentes dicen que la elección tuvo un resultado distinto». El mensaje de Trump se podía leer perfectamente, y la advertencia de Twitter era bastante suave. Pero eso no evitó que muchos, en Estados Unidos y también en Uruguay, salieran a denunciar una censura.

Trump empezó su carrera política mintiendo acerca de que Obama no había nacido en Estados Unidos. Cada mentira de Trump fue refutada por ejércitos de fact-checkers, pero eso nunca sirvió para nada. Porque lo que Trump estaba diciendo no tenía nada que ver con partidas de nacimiento: el mensaje era que no podía ser legítimo que Estados Unidos tuviera un presidente negro. Era una manera de decir el racismo sin decirlo directamente. Porque, aunque el racismo cundiera, no podía mostrarse explícitamente. El auge de la ultraderecha en los últimos años, en Estados Unidos y en el mundo, con Trump como portaestandarte, tuvo como objetivo levantar este tipo de «censuras». Los cambios en las relaciones de fuerzas modifican el espectro de lo decible, y vaya si ha cambiado.

Las mentiras de Trump y de las ultraderechas del mundo tienen todo que ver con la propaganda. Las granjas de trolls, las difamaciones y las teorías de conspiración siempre fueron su fuerte. Y esto viene de una larga tradición, que no es sólo política. Tiene que ver con la industria del tabaco truchando ciencia para evitar las medidas contra el tabaquismo. Y con la industria petrolera financiando el negacionismo del cambio climático. Y también, por supuesto, con los intentos de boicotear los esfuerzos contra la pandemia de coronavirus, que Trump apoyó con entusiasmo.

¿Cómo se enfrenta una campaña de desinformación? ¿Quién tiene que hacerlo? ¿Los medios tienen que denunciarlas como tal? ¿Y las empresas que gestionan las redes sociales (que son también medios de comunicación)? ¿Los gobiernos tienen que tomar cartas en el asunto? No se puede negar que acá hay un problema relacionado con la libertad de expresión, ni que el poder de las empresas de Silicon Valley para regular el discurso público es excesivo. Tampoco se puede negar que el problema de cómo derrotar a las ultraderechas excede en mucho al problema de cómo tienen que lidiar algunas empresas de comunicación con sus discursos.

La sociedad está llena de censuras legitimadas (que no es lo mismo que legítimas). La difamación es un delito penal (aunque cunda cada vez más). En muchos países está prohibido filmar a la Policía (en Uruguay, aunque no lo esté, hay policías que piensan que sí). Muchas empresas exigen a sus empleados que firmen acuerdos de confidencialidad (Trump hizo firmar cientos). Y esto sin siquiera empezar a hablar de las autocensuras. La censura en las redes sociales no es nada nuevo. Las censuras automáticas en Youtube existen, sobre todo, para proteger la propiedad intelectual. La censura en Twitter se intensificó cuando la inteligencia estadounidense reparó en que estaba siendo usado como herramienta de reclutamiento por organizaciones armadas islámicas. Facebook censura sistemáticamente la desnudez. Google coopera con la censura en los países autoritarios. Desde Wikileaks sabemos que todas estas empresas cooperan con el aparato «de seguridad» estadounidense. Y sus CEO son convocados muy a menudo a Washington a dar explicaciones de sus políticas. Y aunque la ultraderecha se queje de cómo la tratan las empresas que manejan las redes, en verdad debería agradecerles por haberla ayudado en su retorno al centro de la escena política. En Uruguay, los políticamente incorrectos de siempre han decidido que las «censuras» contra Trump son inaceptables. Insólitamente, se presentan como contraculturales mientras repiten la línea que baja de la mismísima Casa Blanca.

CENSURA ACÁ

Numerosas acciones del gobierno hacen de la censura un tema actual en nuestro país. El 25 de noviembre, La Diaria informó que el director nacional de Telecomunicaciones, Guzmán Acosta y Lara, está amenazando con cerrar radios comunitarias. Unas semanas antes, el director del Servicio de Comunicación Audiovisual, Gerardo Sotelo, había decidido desvincular a más de 40 trabajadores de los medios públicos para «darle a la programación la impronta de la nueva administración» (según El País, el presidente Lacalle comentó a Sotelo que «ten[ía] que sacar a alguno más»), y antes había instruido que «los contenidos deberían ser presentados al coordinador del Servicio de Comunicación Audiovisual Nacional, Jorge Gatti, antes de empezar a producirlos».

El Codicen, presidido por Robert Silva, mientras tanto, prohibió a los docentes usar tapabocas con la consigna «Educar, no LUCrar», y está enfrascado en una disputa con los estudiantes del liceo Zorrilla por unos metros cuadrados de vereda, donde estos vuelven a pintar sus consignas por el presupuesto cada vez que las autoridades las borran. Como frutilla de la torta, la LUC prevé penas de prisión para quien «menoscabe, insulte o afrente, por palabras, escritos o hechos, a un funcionario policial». Todo esto en un gobierno que se dice a sí mismo liberal.

Por si todo esto fuera poco, el oficialismo se prepara para aprobar en el Parlamento una nueva ley de medios. En una sesión de la Comisión de Industria, Minería y Energía de la Cámara de Representantes, Daniel Lema, de Cainfo, denunció que el proyecto de ley «plantea derogar todas las disposiciones que actualmente ponen límites a la concentración de televisión para abonados, salvo la propiedad cruzada entre licencias de expedición satelital con otros servicios de difusión audiovisual», y que «nos preocupa mucho el riesgo de extranjerización que puede generar esta concentración, ya que, si bien el artículo 13 del proyecto mantiene los actuales requisitos respecto a limitar o prohibir la propiedad de medios en manos de extranjeros […], el artículo 14 borra esta regulación al disponer expresamente que esta limitación no vale si se produce una compra de empresas uruguayas de televisión para abonados por parte de una empresa extranjera». La ley, además, obliga a ANTEL a alquilar su infraestructura a los operadores de cable. Esto último se enmarca en una serie de medidas que debilitan a la empresa pública de telecomunicaciones frente a sus competidores, y le impiden desarrollar contenidos propios.

Se avanza, así, hacia una situación en la que los medios públicos van a decir lo mismo que los privados y la propiedad de estos va a estar más concentrada. Las multinacionales que operan en el país van a ganar terreno frente a ANTEL, forzada a dar pasos atrás en la creación de infraestructuras públicas de Internet que podrían producir algo de soberanía, disputando espacio a los gigantes digitales. Mientras, no se pueden decir cosas feas de la Policía y se cierran radios comunitarias.

El gusto por la censura no es algo nuevo en la derecha uruguaya. El periodista Linng Cardozo recordó en su columna en el programa InterCambio, de M24, varios episodios de Lacalle (padre) destratando y amenazando a periodistas. Más atrás en el tiempo, Sanguinetti había mandado a los canales de televisión censurar un spot de la comisión prorreferéndum contra la ley de caducidad en 1989. El entonces director de Canal 5, José Luis Guntín, recuerda que «estaba impactado por lo que había presenciado. Un presidente constitucional había prohibido una publicidad de la oposición». Y más atrás aún, durante la dictadura, en la que se impidió trabajar a numerosos artistas e intelectuales, se clasificó a los ciudadanos por sus opiniones políticas, se clausuraron medios de comunicación, se estableció la censura previa de todos los espectáculos y publicaciones y se exilió, encarceló y mató por pensar distinto. Se intentó erradicar del país toda idea vagamente relacionada con la izquierda. Este semanario existe porque ese intento no tuvo éxito.

El anticomunismo de la Guerra Fría, a pesar de presentarse como defensor de la democracia, no tenía mayores problemas con la censura… a la izquierda. Y no es menor que Trump y Bolsonaro hoy repitan palabra por palabra los guiones del macartismo y las dictaduras de los años setenta.

EL FONDO

La libertad de expresión nunca es absoluta. No existe ninguna arena neutral en la que pueda darse una situación ideal de habla. Los medios tienen sus líneas editoriales. En los departamentos de las universidades (públicas y también privadas, por si hay que aclarar) dominan ciertas corrientes. Las redes sociales se reservan el derecho de no publicar lo que no les gusta. Los grupos de amigos tienen temas de los que no se habla. La calle también es un espacio regulado. La disputa es sobre el contenido de las discusiones, pero también sobre sus marcos.

La pregunta por la censura siempre enfatiza lo que se impide decir, pero, con Foucault, podríamos preguntar más bien qué discursos se inducen, se promueven, y cómo se regulan. ¿Cómo es que un medio de comunicación mantiene cierta línea o que un departamento universitario sostiene la hegemonía de una corriente? Eligiendo a quien contrata, enmarcando las discusiones, haciendo ediciones sutiles pero sistemáticas, prefiriendo ciertos temas, ciertas formas, cierto estilo. Incluso alojando una ocasional disidencia para mostrar amplitud. Esto no quiere decir que en cada lugar todo el mundo diga lo mismo. Más bien lo que sucede es que se dan discusiones, pero dentro de cierto marco, con límites cuidadosamente vigilados. Cuando esos límites se mueven, algunos sienten que finalmente pueden hablar, mientras otros piensan que están siendo censurados. En un tiempo de intensas disputas y transformaciones políticas, estas sensaciones se dan en muchos lugares. Y a esto se suma que las disputas geopolíticas intensifican las presiones censoras y las campañas de propaganda.

La forma como las redes sociales regulan el discurso social no es tan distinta. Sólo que no la vemos tanto porque a menudo tiene más que ver con la forma que con el contenido. Pero la forma no es un detalle menor. De repente, todos estamos intentando provocar para ganar likes, y eso beneficia los discursos shockeantes. O nos vemos encerrados en pequeñas comunidades de gente que nos aplaude, y eso promueve los micronichos de pensamiento, identidad y consumo. Todo está diseñado para mantenernos adictos, pegados a la pantalla, para vendernos publicidad que se personaliza con los datos que le damos a la red. Las publicaciones borradas y las advertencias son sólo la punta del iceberg.

Existen muchas formas de entender el terreno social en el que hablamos. No es lo mismo pensarlo como un mercado de ideas que como una esfera pública. No es lo mismo pensar en la construcción colectiva de argumentos que en una guerra de propagandas cruzadas. No es lo mismo hablar para defender los intereses de los poderosos que hacerlo contra el suyo (además, los poderosos a menudo disputan entre sí). No es lo mismo impostar el tono de la provocación que realmente enfrentarse a un poder. Ni es lo mismo quién hable.

Por eso, la libertad de expresión no se limita a la ausencia de censura (aunque sería bueno que el gobierno la usara menos como recurso). También necesita de la democratización de los medios, de las capacidades y de los prestigios, de la creación de situaciones en las que las personas sienten que realmente pueden hablar, de la difusión de productos culturales de calidad, de que un par de empresas no se queden con todo.

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