—Tu último libro trata sobre los globalistas. ¿Cómo definís el globalismo?
—La forma en que uso la palabra es la forma en la que fue discutida en los círculos de las ciencias sociales a partir de los treinta para describir una política que toma al mundo entero como su espacio de estudio y acción. Mi interés fue describir cómo la ideología que llamamos neoliberalismo emergió de la cuestión de cómo organizar la economía mundial entera de tal manera que preserve la interdependencia y asegure el máximo uso de los recursos del mundo, los naturales y los humanos. Los neoliberales no empezaron en cada país y desde allí saltaron a la escala global, sino que sus acciones y sus teorías empezaron con el mundo; ese fue siempre el marco que eligieron. Es importante definir un poco la palabra “neoliberalismo”, porque quienes no están en esto pueden haberla escuchado aquí y allá, pero puede no estar claro lo que efectivamente quiere decir. Se usa mayormente de tres maneras. Una de ellas es pensarlo como un período en la historia del capitalismo global. Entonces uno escucha decir: “Desde los ochenta estamos en la era del neoliberalismo”. Otra es describirla como una relación particular de los individuos con el mercado, como un tipo de subjetividad: pensamos en nosotros mismos como portadores de un capital humano que intenta maximizar su valor y piensa sobre su valor futuro; creamos nuestra marca para ganar seguidores en las redes sociales; ponemos nuestra cara en LinkedIn. Se dice que ese tipo de sujeto es un empresario de sí. A menudo, la gente describe el neoliberalismo como una forma particular de ser humano en el mundo moderno. Estas dos formas, para mí, son insatisfactorias, en parte porque la historia no funciona en regímenes únicos. Si decís que desde los ochenta todos vivimos bajo el neoliberalismo, es fácil responder con la pregunta de qué pasa con Cuba o con la Noruega socialdemócrata. Y si se lo ve como una forma de estar en el mundo, eso es simplemente una descripción del capitalismo, no tan distinta de la que hizo Karl Marx en 1840. Entonces, yo uso la palabra para describir una ideología bastante particular que se desarrolló a partir de la década del 30, cuando un grupo de intelectuales creó el término “neoliberalismo” para describir lo que estaban haciendo. El neoliberalismo, entonces, es una discusión entre un grupo de intelectuales reunidos en el Coloquio Walter Lippmann, la Sociedad Mont Pelerin y Friedrich von Hayek sobre cuáles son las soluciones necesarias para salvar el capitalismo en el contexto de la democracia de masas. El mercado no se va a salvar a sí mismo, no se va a curar a sí mismo. De hecho, si en la democracia hay un voto por persona, el mercado va a ser desestabilizado, porque la gente va a usar el voto para comprar favores del gobierno. Entonces, el neoliberalismo es una conversación sobre cómo arreglar la economía mundial que ya lleva más de ochenta años. Estas personas a veces están cerca del poder y a veces lejos. Visualizarlas como un grupo no es tanto para revelar a los titiriteros detrás del capitalismo global, sino para reflexionar sobre hacia dónde iban la política y la economía a través de las décadas. Cuando intentamos definir el neoliberalismo, deberíamos ser menos apocalípticos, como quienes dicen: “Como vivimos bajo el capitalismo, la democracia está muerta, todas las instituciones fueron tomadas por un pensamiento único que no puede ser desafiado y vivimos en un infierno pospolítico”. A veces uno se siente así, pero la virtud de la historia es que permite ver cómo las instituciones cambian, nunca están completas.
—En los últimos años, el término “globalismo” fue popularizado por sus críticos de la derecha, especialmente Donald Trump. Estas derechas no son antimercado y, sin embargo, tienen un discurso antiglobalista. ¿Cómo se explica esto?
—Esto puede explicarse mirando la historia. Al final de la Guerra Fría había una sensación de que el capitalismo había ganado y no tenía más enemigos. El comunismo estaba muerto y era finalmente posible construir instituciones que protegieran el capitalismo global. Entonces aparecieron la Unión Europea [UE], el Tratado de Libre Comercio de América del Norte [Nafta, por sus siglas en inglés] y la Organización Mundial del Comercio (OMC). Para muchos neoliberales, estos fueron logros maravillosos, aunque no fueran ellos sus artífices. Sin embargo, en el correr de los noventa, surgió la preocupación en la derecha libremercadista de que estas instituciones se hubieran transformado en caballos de Troya para un nuevo tipo de socialismo. Estas instituciones internacionales parecían hechas para asegurar el capitalismo, pero empezabas a tener socialistas a los que les gustaba la UE, porque a través de esta podría lograrse una armonización de las condiciones de trabajo o transferencias de los países ricos a los pobres. Había una preocupación de que la OMC empezara a tener inquietudes ambientales. A principios de los dos mil, una parte de la derecha pasó de celebrar estas instituciones a visualizarlas como obstáculos para el crecimiento económico. El hecho de que Trump dijera en la tarima de Davos que los ecologistas son profetas de la catástrofe y están bloqueando el camino del crecimiento económico es un ejemplo perfecto de eso. De alguna forma, el globalismo, que había sido pensado como una forma de internacionalizar el capital, empezó a ser visto como una forma de internacionalizar el socialismo. Bolsonaro es un ejemplo perfecto, porque es violentamente nacionalista y chovinista, y no podría ser visto como un purista del libre mercado. Sin embargo, durante su campaña, la derecha libertaria brasileña se dio cuenta de que era una especie de bola de demolición que podía hacer todo tipo de locura. El presidente del Instituto Mises de Brasil, un hombre llamado Hélio Beltrão, es, de hecho, quien presentó a Paulo Guedes [actual ministro de Economía] a Bolsonaro. Entonces hubo un cambio táctico. En los noventa se trataba de asegurar el capitalismo atándolo a poderosas instituciones supranacionales para constreñir a los países usando el derecho internacional, para forzar la libertad del capital y permitir que las empresas demandaran a los gobiernos. Quince años después veían a la OMC y decían: “Lo único que parece estar haciendo es permitir el ascenso de China. Nadie sigue sus reglas. Los ambientalistas tomaron el mando del globalismo. Necesitamos otra táctica para asegurar el capitalismo extractivo, la máxima competencia económica, la política antibienestar”. Esto es lo que expresa Trump. En campaña, sus asesores económicos fueron, por un lado, Steve Bannon y, por otro, Stephen Moore, de la Heritage Foundation, Arthur Laffer, el creador de los recortes de impuestos de Reagan, y Larry Kudlow, un comentarista libertario libremercadista. Ellos sabían que Trump era un loco y un payaso, pero también una bola de demolición. Entonces, el cambio de los pensadores neoliberales desde una posición proglobalista hacia una antiglobalista y nacionalista es de táctica, pero persigue las mismas políticas.
[notice]Señas
Quinn Slobodian es profesor asociado en el Wellesley College en Massachusetts, Estados Unidos. Su último libro se titula Globalists: The End of Empire and the Birth of Neoliberalism (Harvard University Press, 2018). Tiene una activa cuenta en Twitter: @zeithistoriker.
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—Entonces, ¿el ascenso de esta nueva derecha nacionalista no significa un desafío a la globalización?
—Hace unos años, era mucho más común decir que la globalización estaba en ruinas, en retroceso. En aquel momento yo decía: “Es cierto, Trump anda diciendo que va a destruir la OMC y el Nafta, pero creo que vamos a ver versiones renovadas de esas entidades, sólo que más hostiles con China”. El verdadero problema de los hacedores de políticas públicas en la derecha de Estados Unidos en los últimos 15 años es que China aprovechó el arreglo institucional bajo el cual sucedía la globalización económica. La administración Obama intentó enfrentar esto con el Acuerdo Transpacífico, agrupando las naciones del Pacífico sin China, pero eso se vino abajo. ¿Qué hizo Trump con el nuevo Nafta? Eventualmente logró un Nafta 2.0 con cambios muy menores, con algunas preferencias adicionales por los productos estadounidenses. Trump usó las tarifas como táctica de negociación e hizo lo mismo con China. El acuerdo con China consiste en que Estados Unidos tenga más poder entre las fronteras de China para policiar los derechos de propiedad intelectual, con el estilo agresivo que Estados Unidos lideró en los noventa. Después de un año y medio en el que la gente decía que la globalización había terminado, tenemos un Nafta 2.0 y una OMC 2.0, pero usan un lenguaje distinto: ya no se habla de la complementariedad entre el comercio, la democracia y los derechos humanos. Esto podría ser un gran problema, pero no significa que el capitalismo se esté enlenteciendo.
—En Uruguay, la derecha libertaria es un fenómeno que está ganando notoriedad. Mencionaste específicamente el Instituto Mises. Ludwig von Mises es muy importante para esta gente. ¿Podrías presentarnos a Mises y las corrientes que surgen de su pensamiento?
—Precisamente sobre estas cosas estoy escribiendo ahora. Lo primero que deberías saber es que los institutos Mises no tienen mucho que ver con la persona. Leyendo la obra de Mises no vas a entender lo que estos libertarios de derecha están haciendo. Él fue el maestro de Hayek. Nació en la década de 1880, tenía posturas contrarias a las políticas de bienestar y se llamaba a sí mismo “liberal clásico”; hoy probablemente lo llamaríamos neoliberal. Pero no era un anarquista. Creía que el Estado era necesario para mantener el orden. En el fondo era un liberal normal, laissez faire. Los institutos Mises tienen una historia muy distinta. Básicamente, hay gente en la comunidad libertaria que es anarquista. El más importante fue Murray Rothbard, que nació en los años veinte y fue miembro de la Sociedad Mont Pelerin, invitado por Hayek. Creía, efectivamente, que no debería haber Estado, que se debería privatizar todo. Empezó en los años setenta, en el Instituto Cato (uno de los primeros think tanks neoliberales), con Charles Koch, pero en 1981 el Cato se mudó a Washington DC porque había ganado Reagan y querían estar más cerca de la hechura de las políticas ahora que iban a tener más influencia. Rothbard, que era un purista, una especie de leninista del mundo libertario, sintió que ir a Washington era venderse, ir a hablar con la gente más corrupta del mundo: los políticos, los burócratas. Entonces, en 1982 creó su propia organización, en el sur profundo, en Alabama, que fue el primer Instituto Mises. Era un rechazo al modelo del think tank que proponía políticas y legislación a la clase gobernante. Se trataba, en cambio, de agitar desde los márgenes. Su postura política se puede describir con “los tres duros”: dinero duro –no creen en el dinero emitido: quieren volver al patrón oro–, cultura dura –creen en el realismo racial: piensan cosas como que diferentes razas tienen diferentes capacidades intelectuales– y fronteras duras –entonces llaman a excluir a los inmigrantes, mientras que el Cato propone una política de inmigración liberal–. Esta tendencia existió mayormente en el contexto estadounidense. En los años ochenta y noventa no eran muy influyentes; empezaron a serlo con la llegada de Internet. En los noventa su sitio web tenía mucho tráfico. El siguiente gran cambio fue en 2011, con el movimiento del Tea Party en Estados Unidos. Por primera vez hubo una sensación de que podía haber un movimiento libertario desde abajo. Quizás era posible apelar a la gente como una herramienta para romper lo que quedaba de las políticas socialistas en el Estado. Se empezó a hacer común la demonización de la gente que había estudiado en universidades de elite. El libertarismo empezó a ser descrito como la postura política natural del pueblo, de las masas contra las elites. El Instituto Mises de Alabama empezó a crear sucursales globales. En un par de años aparecieron más de 25 institutos Mises en el mundo: en Rusia, Israel, Japón, Austria… El de Brasil es el que tuvo mayor éxito. Traducen y publican mucho, tienen sus propias publicaciones académicas y cuentan con muchos profesores libertarios de las mejores universidades. Y ahora tienen línea directa con el régimen de Bolsonaro. De hecho, Beltrão escribió una enmienda de “libertad económica” que hoy es parte de la Constitución brasileña. Entonces, recién después de 2011 este tipo de libertarismo de derecha se hizo global. En buena medida, se vuelca hacia la tendencia llamada “anarcocapitalista”, lo que quiere decir que no hay Estado, pero sí ejércitos privados y comunidades culturalmente homogéneas. Estas ideas no surgen de una reflexión consistente sobre el trabajo de Mises, sino que más bien son una radicalización de la pos Guerra Fría del propio movimiento neoliberal: “Ganamos: el comunismo está muerto. ¿Qué tal si ahora nos deshacemos del Estado?”. La mejor manera de entender la alianza estratégica que libertarios como los del Instituto Mises hacen con Trump y Bolsonaro es lo que Rothbard llamaba “estrategias de transición”. Si podés conseguir un líder populista con mucho apoyo que ataque y desprestigie a la clase gobernante, es un paso hacia una sociedad sin Estado.
—¿Qué es para ellos clase gobernante? Porque, obviamente, están a favor de la clase capitalista.
—Rothbard deja claro que cuando habla de clase gobernante se refiere al Estado, es decir, a cualquiera que reciba un sueldo del gobierno y no de la actividad privada. Es la clase de los funcionarios públicos, porque son parte del aparato del Estado. Una maestra de jardinera sería parte de la clase gobernante. Su idea de clase gobernante es puramente política, está pensada en términos de cercanía al gobierno y no implica al poder privado ni al económico, que, para él, son perfectamente aceptables.
—¿Hay un conflicto entre los neoliberales convencionales “normales” y este tipo de libertario radical?
—Sí, enorme. El cisma entre el Instituto Cato y el Mises sigue. Es una tensión que siempre estuvo allí, pero eclosionó en los ochenta, entre la derecha dura (el ala propiamente anarquista del movimiento libertario) y los libertarios neoliberales que creen que el Estado puede ser rediseñado para proteger la competencia y la propiedad privada. Estos últimos entienden que el Estado no tiene que ser eliminado y que tampoco tiene que ser eliminada la idea de democracia, mientras que los libertarios anarquistas no creen en el gobierno representativo. Es muy importante entender este cisma para entender lo que está pasando en la política libertaria y neoliberal. Puede ser confuso si no sabemos que hay una oposición entre la gente que quiere tomar el control del Estado y usarlo para hacer funcionar mejor el capitalismo y la que quiere tomarlo como un paso para abolirlo, que es una noción mucho más radical y está cerca de la alt‑right, que implica ir más allá de la forma actual de los Estados nación, disolverlos para ir hacia tribus raciales en territorios autogobernados. Ese es el horizonte más radical de estas posturas, que están vagamente aliadas. Está bravo. Lamento escuchar que este tipo de política esté llegando a Uruguay, porque es un radicalismo realmente nihilista. Y es peor aún porque no tienen vergüenza. Pueden decir: “Que se jodan los pobres” o “Que se jodan los débiles”; incluso “Que se jodan los que no son blancos”. Y no les avergüenza. Los libertarios neoliberales de Washington DC mantienen un lenguaje de la tolerancia.
—Usaste la palabra “nihilista”, que parece una buena forma de describir cómo actúan estos libertarios. Es difícil entender que realmente crean que es posible un capitalismo sin Estado. Hay, por otro lado, un pensamiento neorreaccionario muy bizarro y posmoderno, que efectivamente está pensando en cómo funcionaría una sociedad sin Estado, una especie de fascismo de alta tecnología. ¿Es hacia ahí que están yendo o todo esto es una propaganda extremista que sirve de brazo populista del neoliberalismo, que excita a la gente, pero no está pensando realmente en ir hacia allí?
—Es una pregunta interesante. Creo que es la pregunta central. Tiendo a pensar que el cisma entre ellos es real y que las alternativas también. Lo interesante del término “nihilista” es que cuando la gente que no es anarcocapitalista los trata de nihilistas muestra que no podemos pensar la política fuera de ciertos parámetros. Entonces, ni bien alguien cuestiona que lo mejor sea una democracia en la que cada persona valga un voto, decimos que es nihilista, o cuando dice que no va a haber un Estado, decimos que es nihilista. Pero, en realidad, es una creencia que simplemente rompe con algunos axiomas de la modernidad que parecen ortodoxias. Y les encanta jugar con eso. Ahora estoy escribiendo sobre la celebración libertaria y anarcocapitalista de Somalia en los noventa. Hay muchos, muchísimos, artículos de ese período que hablan de una Somalia en guerra civil, sin Estado, como algo maravilloso: “Claro, hay violencia aquí y allá, pero miren estos experimentos con nuevos tipos de derecho consuetudinario, nuevos tipos de intercambio, nuevas formas de maximización de la extracción de recursos”. La razón por la que pienso que es importante enfrentar esto directamente es que nos hace pensar qué entendemos por “nihilismo”. Cuando dicen: “Queremos una política que acelere la llegada del caos, porque del caos puede emerger un orden mejor”, eso shockea a cualquiera; me incluyo. Pero es interesante –y ellos siempre lo señalan– que antes fuera la izquierda la que se animaba a ser más radical. El hecho de que sean quienes dominan este tipo de aceleracionismo es casi una victoria para ellos. Creo que la visión que estás describiendo, la neorreacción de Mencius Moldbug, no es un falso espectro que está siendo usado para que estemos contentos con las alas ligeramente menos radicales del neoliberalismo. Creo que es una visión real en sí misma, que motiva a alguna gente, a la que no sólo le gustaría verla realizada, sino que se está preparando activamente para ella. En los noventa y los dos mil hubo una serie de lugares donde los anarquistas libertarios veían laboratorios de una sociedad sin Estado. Uno era Somalia, otro era la Sudáfrica pos‑apartheid, para la que tenían todo tipo de idea. Otro eran los barrios privados y las fuerzas privadas de policía, que podrían ser una alternativa de espacios autogobernados que no funcionan democráticamente, sino que organizan la toma de decisiones de acuerdo a la riqueza, que proveen privadamente servicios de orden y de uso de la fuerza. Entonces, aunque haya una diferencia entre los libertarios anarquistas y los neoliberales de Washington DC, creo que el neoliberalismo convencional produjo las condiciones para la radicalización. Estos radicales son la descendencia del movimiento hacia la privatización y del total escepticismo hacia la idea del interés público.
* La entrevista fue hecha en inglés; la traducción es del autor (N del E).