—¿Cómo llegaste al stand up?
—Escribía comedia absurda, pero me daba cuenta de que había un montón de cosas que no ponía en las obras, porque pensaba: «Esto es muy mío y no del personaje. Me encantaría decirlo a mí». Un amigo me recomendó el stand up, y resulta que me enamoró completamente. Es tremendo: el tema de pararte vos sola frente al público, no tener cuarta pared… Me conmovió saber que podía tener ese contacto con la gente.
—¿Cómo surgió la idea de escribir un libro?
—Cuando empecé a hacer stand up, no entendía bien de qué se trataba y no sabía llegarle al público. Me iba muy mal, pero llegaba a casa y escribía pequeñas notitas para comprender lo que había pasado. Cuando me iba bien, muchas veces no entendía por qué. Me preguntaba: «¿Por qué se rieron de esto?». Tardé un par de años en darme cuenta de cómo funcionaba el asunto. Mucho tiempo después dije: «Tengo escritas un montón de cosas. Capaz que hay gente a la que le pueden servir».
—La creación no es algo que sale y nada más.
—La creación surge de una manera espontánea cuando tenés algo que realmente querés decir. Si bien nacemos creativos, te van apagando esa creatividad de a poquito: tus viejos, la escuela, el laburo, la rutina. Hacer que ese músculo vuelva a moverse es difícil, es un trabajo.
—En tu libro abordás la forma en que, en Uruguay, se abandona el pensamiento propio.
—Uruguay es una secta: la túnica blanca, la moña, sentarnos todos de la misma manera, vestirnos todos igual, guardar silencio. Terminamos aceptando que el uruguayo es gris y pensando que ese gris pesa. Pero yo creo que el gris uruguayo es tremendamente disfrutable. El gris es la mezcla del blanco y el negro. Y el humor uruguayo es un poco así, porque nos gusta decir que preferimos el humor para toda la familia, inteligente –aunque nadie sabe bien qué quiere decir eso–, pero el humor negro es muy uruguayo: el reírse del otro, el no aceptar al distinto.
—¿Cómo se incorpora una forma estética que viene de Estados Unidos?
—Cada país la adapta a su contexto. Es imposible hacer stand up cien por ciento gringo y que funcione. Mi primer unipersonal se llamaba Stand up a la uruguaya, porque era stand up, pero de acá, con esa mezcla de humor blanco y humor negro. Los prejuicios por ser una forma estética que viene de afuera se dan en todas las ramas del arte. En el stand up pasa que la gente ve a alguien que no le interesa y cierra la puerta. Pero somos muchos: hay para todos los gustos. Quizás te cruzás con alguien misógino. Sos mujer y decís: «A mí el stand up no me gusta». Pero yo soy comediante y no hago humor machista.
—¿Cuál es la diferencia entre reírse del otro y reírse con el otro?
—Hay que construir un buen material, uno con el que logres que el otro se ría contigo. Tenés que preguntarte si lo que estás haciendo tiene un sentido o si estás tirándote contra alguien porque no estás de acuerdo con lo que dice, con cómo vive. Yo puedo mandarle un chiste machista a una amiga por Whatsapp, pero ¿es necesario que lo diga frente al público?, ¿ayuda a construir o perpetúa algo con lo que no estoy de acuerdo, pero hago el chiste igual porque sé que va a hacer reír? La diferencia entre reírme del otro y reírme con el otro pasa por el respeto. Una vez, en un show, yo hacía un montón de chistes sobre el Partido Colorado. Cuando terminó, una señora me dijo: «Mirá, me voy a sacar una foto contigo, porque soy colorada, pero la verdad es que me hiciste reír tanto…». Y eso está buenísimo.
—Esa mirada es más compleja que decir: «Este tema es machista y este no».
—No se puede censurar. ¿Querés hacer chistes machistas? Subite y decilos, pero después bajate y bancátela. Yo hago humor feminista y me río de las feministas, porque así me río de mí. Pero después me la tengo que bancar, porque van a venir a decirme: «Bo, ¿te estás riendo de esto?». Y sí, porque, para mí, ciertas cosas son graciosas. Tengo cuatro hermanos varones y un papá bastante machista: no me puedo escapar. En algunos shows lo explico, le digo a la gente: «En este show capaz que escuchan un chiste machista y no me doy cuenta. ¿Me lo hacen ver, por favor?».
—¿Por qué te parece que esa forma de construir humor tiene tan poco lugar en los medios hegemónicos?
—Somos muchos comediantes. Algunos tenemos un discurso más propio y queremos decir cosas, pero hay quienes hacen otro tipo de chistes. Eso es genial, porque nuestro fin principal es hacer reír. Pero esos comediantes son los que tienen más cabida: los que no tienen una mirada tan política, tan social.
—O tienen una mirada social, pero, cuando hacen humor, desaparece. Es rarísimo.
—Hay miedo a que, por hacer ese tipo de humor, no se te llame. La televisión no se la juega con las producciones nacionales. Hacer un buen programa de humor es caro: tenés una persona que da la cara, pero atrás tiene que haber 20 escribiendo. Y andá a hacer que les paguen a 20 humoristas. Ahora hay un programa que se llama La culpa es de Colón. Y celebro que haya caras nuevas, pero separaron a las mujeres de los hombres. Eso apoya la idea de que hay un humor masculino y uno femenino, que es algo que yo quiero romper.
—¿En qué consiste esa diferenciación?
—¿Hay una matemática de hombres y otra de mujeres? No. Yo escribo con la cabeza, no con alguna parte femenina del cuerpo. Puedo decir las mismas cosas que un hombre. La pregunta solapada es: ¿una mujer se puede parar y decir todo lo que piensa?, ¿puede levantar la voz, decir malas palabras? Por eso hay pocas mujeres haciendo comedia. Se preguntan: «¿Qué pensarán de mí? Porque estoy de noche, en un boliche, dejando a mis hijos». Y, en realidad, es un trabajo. Si yo fuera enfermera, doctora o policía, también saldría de noche a trabajar. Pero a la mujer se le sigue preguntando: «¿Y qué le decís a tu marido cuando te vas de noche?». Nada. Le digo: «Hasta luego, que te vaya bien».
—¿Sentís un apoyo del movimiento feminista?
—Está empezando a pasar eso de poder decir: «Hay un tipo de humor que me gusta ver. Soy mujer y lo apoyo». También van algunos hombres y nos reímos todos juntos. Bueno, una vez me dijeron: «Parecés un hombre en el escenario. Está buenísimo». Sin palabras.
—¿Qué opinás de los concursos, de las varas de medida objetivas?
—El humor no es medible. Ningún tipo de arte lo es. Decirle a alguien si sirve o no sirve me parece tan raro… Yo soy docente, doy clases de humor. No puedo apoyar algo en lo que se le diga al otro: «Me parece que para esto no servís». Soy de ver carnaval y la verdad que estoy podrida de los jurados. Quiero un carnaval en el que no me vendan tanta fábrica y se escuche un poco más de corazón, de sentimiento. El uruguayo tiene un exitismo arriba… Si no sos exitoso, no sos.
—¿Qué es ser exitoso?
—Eso es lo que yo me pregunto. ¿Tener muchos programas, estar en todos lados? No entiendo mucho. Sé que no comparto lo que muchos comparten: que si no te dan un premio, no existís.
—Para cierto sentido común, la gente de izquierda es amargada, solemne.
—Es que si te la jugás, eso te hace perder gente. Es como si el artista no pudiera hablar de política. Okay, hablame de censura, Roberto. El micrófono en la mano es un arma muy potente: lo que decimos tiene peso. Cuando surgió todo el tema de los planchas, había una catarata de comediantes haciendo chistes contra ellos, sin pensar que cuando nos reímos del otro le sacamos humanidad, y eso no está bueno. Este mundo es una licuadora gigante en la que no querés llegar abajo para que no te agarre la cosita que corta. Es primordial que si querés decir algo constructivo, lo hagas, porque para eso sirve el arte.
—¿Cómo es Mundo basura, el espectáculo que estás haciendo ahora?
—Habla de todas las pandemias que visibilizó la gran pandemia. Porque esta gripe rara dejó expuestas muchas enfermedades sociales que creíamos superadas. También habla del miedo a la muerte, a que el otro pueda matarnos porque no usa un tapabocas, porque tose. Para poder entender todo esto en lo que estamos metidos, nos tenemos que reír.
1. Mundo basura se presenta el 3 y el 10 de octubre en el Espacio Cultural Sarandí.