A fines de la década del 60, proliferaban, en nuestro país, los lugares de reclusión para el sexo femenino. Muy rara vez, sin embargo, coincidían con las cárceles tradicionales, ya que, en esos años, el mero hecho de militar en un partido de izquierda, haber participado en una manifestación obrero‑estudiantil o despertar la sospecha de ser identificado como integrante o simpatizante del movimiento Tupamaro bastaba, muchas veces, para que una mujer fuese detenida por las mal llamadas fuerzas del orden y conducida a uno de los tantos cuarteles donde, junto con numerosas compañeras, cumpliría con los requisitos de una condena arbitraria por tiempo indeterminado. El período de la dictadura comenzaba a proyectarse, con sus peores características represivas. Fue por entonces que Andrés Castillo (1920‑2004), autor de recordables textos como El negrito del pastoreo, No somos nada y Nostalgeses, se inspiró para escribir el presente título que El Galpón del preexilio, con el coraje del caso, llegó a estrenar en un muy difícil 1972, con la dirección de la maestra Rosita Baffico.
De profesión abogado, Castillo había sentido que, de alguna manera, tenía que ocuparse de quienes se veían privados de libertad, sin causa justificada, en un momento en el cual ni él ni ninguno de sus colegas del derecho podían emprender la defensa de las personas detenidas. La reja a la cual alude la presente versión –que cuenta con la adaptación dramatúrgica de su colega Dino Armas– es la que rodea a cinco mujeres de diferente edad y condición en un innominado cuartel. Con precisión y sutileza, Castillo se las arregla para definir no sólo las características de cada una de las integrantes del quinteto, sino también la relación que mantienen entre sí y con su prepotente guardiana. La última de las nombradas tiene una presencia avasallante; por cumplir con su deber, ni entiende ni escucha a las cautivas, a quienes maltrata sin pensarlo dos veces.
Tan preciso punto de partida encuentra en el trabajo de reestructura, propuesto ahora por Dino Armas y dirigido por Myriam Campos, una poderosa alusión no sólo a la época que inspiró la obra original, sino a tantos otros períodos de opresión de antes y después, en cualquier sitio del planeta. Una puesta de rasgos despojados aporta el marco adecuado para el desarrollo de las distintas escenas cuyo transcurso impone, habida cuenta de ciertas momentáneas caídas de ritmo en la labor del elenco, la tensión que demanda la irrespirable cotidianidad de la situación que atraviesan las cinco prisioneras. Dicha cotidianidad no deja de incluir, claro está, las diferencias entre cada una de ellas, diferencias que las llevan, varias veces, a discutir y hasta reñir, por más que todas coincidan en unirse tan pronto asoma la odiada vigilante. Mariana Piazza, Soledad López, Eugenia Ruiz, Cecilia Placeres y Eugenia Josponis se hacen cargo de esos papeles con los contrastes debidos, frente al personaje de Millán, la vigilante, a quien Amparo Zunín interpreta con apreciable energía. El vestuario de Tesa Cruzado y las luces de Nicolás Ausserbauer brindan, por su parte, un sesgo de adecuada contundencia a esta historia que La Candela, el mismo grupo independiente fundado por el propio Castillo décadas atrás, pone ahora en escena a más de cuarenta años de su estreno original.