El avance de los intereses capitalistas, oligárquicos e imperialistas en América Latina resulta claro desde hace ya unos años. Los gobiernos de cada vez más países están diseñados en torno a esos intereses, y los que no, están en retirada, o bien a la defensiva o sumidos en el caos.
Los derechos sociales, los salarios y las jubilaciones son recortados. Las protestas son reprimidas, líderes opositores son encarcelados y se aplican discursos de la guerra contra el terrorismo para acusar a organizaciones sociales y resistencias indígenas. Los presupuestos de la educación y la investigación también son recortados para callar voces contrarias. Se montan simulacros mediáticos para ocultar los ajustes y las persecuciones, y se inventan crisis que sólo se podrían solucionar con ajustes aun más profundos. Si alguien pensó que la derecha liberal y neoliberal sería democrática, estaba muy equivocado.
La victoria de Sebastián Piñera en las elecciones presidenciales del domingo, en Chile, sumada a la del macrismo en las recientes legislativas argentinas y a la aprobación de su reforma previsional, son sin duda parte de esta tendencia.
La explicación más usual para la derrota de la izquierda en Chile fue su falta de unidad: la suma de los votos de los partidos del centro y de la izquierda en la primera vuelta superaba a los de derecha. Si bien tiene algo de verdadero, este diagnóstico no alcanza para explicar la victoria de Piñera, ya que la participación en la segunda vuelta fue superior que en la primera y los votos de centro e izquierda de la primera vuelta sumados ya no alcanzaron para superar la performance derechista en el balotaje.
Hay otra forma de analizar la situación: un candidato como Piñera, un millonario acusado de múltiples hechos de corrupción y aliado del pinochetismo, sólo puede ganar o aspirar a ganar en una sociedad en la que cunde una sensibilidad política neoliberal. Sensibilidad que también fomentó, por décadas, la centroizquierda concertacionista. Ésta defendió y expandió durante sus gobiernos una versión neodesarrollista de los consensos neoliberales heredados de la dictadura, hasta que en 2011 el movimiento estudiantil reclamó la gratuidad de la educación y el movimiento No+Afp reclamó el fin del sistema privado de seguridad social.
Esos movimientos forzaron a la Concertación a correrse hacia la izquierda y devenir Nueva Mayoría, incorporando al Partido Comunista. Mientras, se formaba por fuera un Frente Amplio que llevaba como bandera el desmantelamiento del legado neoliberal. Las elecciones en Chile agarraron a la izquierda en plena reorganización, y es posible que eso sea parte de la explicación de la derrota en las elecciones presidenciales. No obstante, esa batalla tiene que darse. La unidad de la izquierda no puede ser excusa para retrasarla.
En Chile (pero también en Europa, Estados Unidos, otros países de América Latina y en la cultura y la academia globales) se está comenzando a deshacer la ideología centrista que subordina la izquierda al neoliberalismo. Aquella que en el Norte se llama “tercera vía” y en el Sur “neodesarrollismo”. Para combatir al neoliberalismo, primero hay que avanzar en este terreno. Desde 2011, en Chile se vienen logrando avances enormes en este sentido. No los detendrá una derrota electoral.
En Argentina, el fracaso electoral del kirchnerismo en las elecciones legislativas también fue duro. El macrismo presentó a un candidato mediocre de apellido aristocrático en la provincia de Buenos Aires, y aun así venció a la máxima dirigente opositora, la ex presidenta Cristina Fernández. Tras esa victoria Mauricio Macri anunció que se venía un tiempo de reformas. Y está cumpliendo. Pero la reforma previsional argentina encontró una resistencia inesperada. Miles de argentinos en las calles, que cuando fueron dispersados por la represión generaron cientos de manifestaciones por todo Buenos Aires, cacerolazos masivos y una segunda manifestación nocturna frente al Congreso.
Es interesante y esperanzador que este desborde popular suceda pocas semanas después de la derrota definitiva del kirchenrismo. Como si la gente hubiera pensado “Ya no podemos esperar a que aparezca un salvador en la próxima elección, tenemos que actuar nosotros”. Nadie lo puede decidir. Nadie lo puede controlar: a veces la gente se rebela. No es un tema de unidad, ni de organización, sino de un convencimiento compartido casi intuitivamente. Y en política no hay nada más potente que eso.
Las cosas todavía pueden empeorar. Puede haber un golpe militar en Brasil. Y el ajuste podría alcanzar tal magnitud que su efecto desorganizador dure décadas. Pero no debemos olvidar que algunas de las tendencias que hoy impulsan las derechas ya habían comenzado con los progresismos. Y tampoco que la victoria del enemigo nunca es definitiva: por algo siempre quiere más. Los tiempos de la política son lentos, y la izquierda va a tener que mutar para responder a las transformaciones de la derecha. Las resistencias, las movilizaciones y las organizaciones van a ordenarse de otras maneras y buscar diferentes caminos hasta que encuentren uno que presente la posibilidad de avanzar. Es poco probable que ese camino sea la continuidad de lo que había antes de la última derrota.