La conversión, de Marco Bellocchio: Un bautismo violento - Semanario Brecha
Cine. En cartelera: La conversión, de Marco Bellocchio

Un bautismo violento

DIFUSIÓN

El filme abre con un gesto y cierra con su repetición: una madre que le recita a su hijo el shemá. En ese inicio, el niño descansa en la cama mientras sus oídos se calman con las oraciones de sus padres. El acto de rezar proclama, bajo el techo del hogar, la unión familiar como pilar moral, y su práctica proyecta una insistencia de la fe judaísta en su transmisión heredada. Pero cuando se cristaliza el quiebre, resultante de una acumulación de inestabilidad sucesiva, este rezo regresa como acción concluyente resignificada con intención de resistencia. El niño crece para ser sacerdote y, cuando vuelve con su progenitora, trata de bautizarla en su lecho de muerte. Por mayor que sea su amor, la mujer lo rechaza, rabiante ante la mera insinuación de una conversión, y su reacción rotunda se adueña de la plegaria para afirmar su propia identidad religiosa. No se le arrebatará la fe de las manos como le quitaron la tierna caricia de su hijo. En estas imágenes subyace la ética de esta ficción, concebida alrededor del caso de Edgardo Mortara, quien, con menos de 7 años, fue arrebatado por la Iglesia y eventualmente criado bajo la tutela del papa Pío IX, ya que la nodriza de la familia lo bautizó en secreto por temor a que el niño fuese a morir de enfermedad y que ella pecara si lo dejaba sucumbir al limbo en vez de reservarle un lugar en el cielo. Ante el rechazo de los padres de abandonar su religión, como la ley no permitía que un cristiano creciera bajo techo judío, el joven Edgardo no tuvo más opción que crecer lejos de sus lazos sanguíneos.

Era Steven Spielberg quien iba a plasmar el caso en la pantalla, pero se encontró con la dificultad de hallar el actor que diera vida al joven Mortara. Sin embargo, el director Marco Bellocchio destaca en entrevistas que el proyecto, de ser comandado por el estadounidense, hubiera sido angloparlante, cuando la historia es inseparable de su raíz en el carácter italiano y su fantasma que aún merodea la conciencia del país. Anular la lengua materna hubiera sido una traición contra su especificidad. Así, Bellocchio mantiene un respeto historiográfico por las diferentes lenguas enunciadas durante su reconstrucción del siglo XIX, y esta reivindicación fonética se traslada a que, ante lo indignante de la impunidad perpetrada en pantalla, Bellocchio enfatiza el lugar de los rituales dentro de esta vorágine de maquinaciones estridentes, oscilando entre la ponderación del shemá y el bautismo en su importancia religiosa y política. Incluso a ciudades de distancia de sus padres, el pequeño Edgardo se oculta en las sábanas de su cama en un internado de Roma y repite la oración judía. Ante la asimilación fomentada por su entorno, quiere preservar la creencia inculcada por sus progenitores.

La importancia de la fidelidad lingüística se reconoce en la manifestación discursiva y corporal de estas prácticas religiosas, que encapsulan las dinámicas de poder en el antagonismo entre los Estados Pontificios y todo lo que arrasan en su camino. El bautismo es su arma para difundir la religión. Como en El traidor, la otra película con costes exorbitantes que Bellocchio realizó tras décadas de tragedias íntimas, la narración diacrónica, que calendariza los sucesos a lo largo del tiempo, proviene de la pulsión de atender a los procesos históricos y a las relaciones políticas analizadas desde un método dialéctico, donde cada factor participa de un sistema mayor. Con este método, Bellocchio canaliza su cuestionamiento ante las presunciones de la educación católica de la necesidad de domesticar el comportamiento, reprimiendo creencias personales y amoldando a las personas a una figuración unívoca, lo que supone una enorme violencia en forma de preocupaciones razonables. El niño crece para orar los soliloquios que le insistieron que tenía que pronunciar, pero que los haya asimilado no reniega un desprecio resguardado en lo profundo de su corazón, que aguarda por estallar en cuanto la máscara social se desliza por un breve instante durante el funeral del papa, mientras otros expresan su indignación embistiendo contra el carruaje.

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