Hace poco más de un mes me crucé con Juanjo en la calle Río Negro. Con su eterna imagen de ojitos pícaros, bajo sus proverbiales lentes. Esa figura casi quijotesca, que se entremezclaba con una sonrisa que no se le borraba aunque estuviera en medio de todo lo que tuvo que atravesar. El miércoles de la semana pasada, cuando terminaba de dictar una clase virtual, recibí un simple y lacónico mensaje de su esposa, Alcira, guerrera de fierro: «Ha partido». Una vez más, me vino a la mente el inevitable último viaje de «Retrato», de Antonio Machado. Ligero de equipaje y a bordo de quién sabe qué nave.
En Uruguay los llamamos mal. Les decimos técnicos. Seguramente, porque no calibramos lo que significan estos artistas, que son parte de la esencia del teatro. O del cine. O de la televisión. Artistas con todas las letras. El escenógrafo que le da estatura al espacio. El vestuarista que ofrenda o arropa el cuerpo. El músico que nutre la escena con otros sonidos y otros ambientes. El iluminador que enciende o apaga la atmósfera más intimista y la pasión desbordante y arrasadora. Todos y muchos más, artistas. Como los actores, como los directores.
Jerzy Grotowski decía que hacía falta un actor y un espectador para que el teatro existiera; que de todo lo demás se podía prescindir, hasta del texto; que la imaginación ampliaba ese vínculo indescifrable desde los tiempos en los que un hombre, disfrazado de un dios bebedor y orgiástico, respondía a un canto y hacía eso que se llamaba magia. Y sí, por supuesto. El teatro puede ser lo que decía el maestro. Pero puede ser mucho más. Porque el ramillete glorioso de los distintos artistas hace que esa magia se multiplique hasta el infinito, que fascine y atrape desde todos los sentidos, sin olvidar que la ceremonia también está en el incienso, en el rayo de luz que entra por el resquicio del telón, en esa valija colocada solitariamente en un escenario vacío y transformada en símbolo de tantos y tantos viajes, en ese piano que suena tímidamente a lo lejos para anunciar que alguien se está desgarrando de amor, en esa tela que se vuelca hacia el espacio del público, como invadiendo a la manera de un torrente, al atravesar la supuesta y tan traída como llevada cuarta pared.
Pero quería hablar de Juanjo. De Juanjo Ferragut. Ese gran tipo que conocí hace más de 30 años, con quien compartí tantas y tantas ceremonias escénicas. Como con Hugo Millán y Fernando Ulivi. Ceremonias que no siempre eran muy santas. O casi nunca. O nunca. Pero que eran apuestas al vacío que se completaban a la hora en que lo marcaban los anuncios. Durante añares, Juanjo fue el alma mater del Teatro del Notariado. Lo conocía como nadie y nadie podía olvidarse de él una vez que lo conocía. Pero merodeó con su figura desgarbada y a punto de deshacerse por gran parte de los teatros de este país y más allá. Siempre recordando al maestro Carlitos Torres, prócer de los iluminadores nacionales, pensando en sus célebres contraluces azules, esos que asomaban como su sello de fábrica. Carlitos, otro gozador, otro pícaro que difundía sus encantadores sarcasmos bien bajito, como para que uno se riera a carcajadas mientras él observaba con mirada de yo no fui.
Lo de Juanjo era el colorido atrevido, insolente, que mezclaba el rojo y el verde haciéndolos chocar como una ola de invierno en las rocas de una playa desierta. El miedo era el gran ausente. Por encima de todo, la sensibilidad, la apertura, la seguridad de ensamblarse con el espectáculo y todos los demás artistas. Y quién podrá olvidarse de sus silencios llenos de palabras imaginadas, de sus cejas arqueadas y su risa atisbada desde atrás por el movimiento de sus hombros, porque cuando se reía, se reía entero, tan desfachatadamente como cuando te contaba algún chisme del ambiente y se divertía a lo loco, casi en el límite de lo infantil, mientras los años pasaban y los encuentros se repetían, como un ritual que había que alimentar con sesudas reflexiones para ayudar a hacer vibrar el espacio y poner en el lugar justo, en el momento justo, las emociones que brindaba su arcoíris.
Ya no lo voy a ver en la esquina, cuando se tomaba un taxi porque se le hacía tarde para llegar a la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático. Ya empecé a extrañar su picardía y su humor, a veces hasta inverosímil, mientras una enfermedad de mierda lo volvía gladiador día tras día, año tras año. Pero la fiera pudo más. No te preocupes, Juanjo. La próxima la vas a vencer. Porque seguro que ya estás volviendo. Te espero, que tengo que estrenar. No me dejes en banda ahora. Están todos los filtros, todos los focos esperando por vos. Seguro que hasta alguna que otra robótica. Dicen que si no venís, no habrá milagro.