Vergüenza propia - Semanario Brecha
El discurso de Yamandú Orsi en la Asamblea General de la ONU

Vergüenza propia

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Hay épocas dramáticas que requieren grandes estadistas. Los tiempos actuales son un ejemplo de ello, con el líder de la principal superpotencia cuestionando todos los consensos internacionales y su principal socio ejecutando un genocidio deliberado, minuciosamente registrado día tras día por la prensa y las estadísticas, aspectos que son, naturalmente, dos caras de una misma moneda. La Asamblea General de la ONU es una excelente oportunidad para ver con qué estadistas contamos. Allí observamos a Luiz Inácio Lula da Silva y a Emmanuel Macron, un político de izquierda y uno de derecha, trabajando juntos y poniéndose a la altura de las circunstancias para enfrentar los atropellos de Donald Trump al orden internacional y a la soberanía de los Estados. También vemos a Lula, Gabriel Boric, Gustavo Petro y Luis Arce calzando los puntos para ser presidentes sudamericanos y de izquierda en un momento como el actual, condenando sin ambages el genocidio en Gaza, conscientes de que la denuncia, la presión y la investigación a nivel de Naciones Unidas, así como la persecución de sus perpetradores por parte de la Justicia internacional, son tal vez la única oportunidad de supervivencia para el pueblo palestino. Las dramáticas circunstancias vigentes incluso llevan a escuchar una inédita oratoria del rey de España, Felipe VI, en la que le exige a Israel detener el genocidio, solemnizando así la valiente postura del Ejecutivo español. Y en la vereda de enfrente toca escuchar al presidente uruguayo, Yamandú Orsi, con un discurso que lamentablemente no sorprende, aunque sí avergüenza y mucho, que deja como único consuelo ver en la pantalla su oratoria ante una sala semivacía.

Avergüenza, aunque a esta altura no sorprende, la frivolidad de la que hace gala para diluir el genocidio que angustia al mundo entero entre otras 59 guerras que hay actualmente y que de alguna forma contabiliza. Avergüenza porque es el mismo ejercicio de dilución con el que ya había lavado las responsabilidades de los genocidas en una conferencia de prensa antes de su partida, ocasión en la que, al ser consultado sobre la situación en Gaza, se apresuró a equipararla con la guerra de Ucrania (en la que la mayoría de las bajas son soldados del bando agresor, como sucede en las guerras modernas, y no mujeres y niños, como sucede en los genocidios). Avergüenza porque es la misma frivolidad con la que el día anterior a su oratoria se tomó unos minutos para ofrecer una entrevista con Orlando Petinatti, en la que dialogaron sobre la posibilidad de aprovechar para hacer compras en Nueva York, mientras el mundo está pendiente de lo que se diga en aquella ciudad sobre el genocidio.

Avergüenza, aunque no sorprenda, que haya ofrecido todo un discurso consagrado a dar rodeos infantiles y hacer malabares retóricos, ya no solo para evitar hablar de genocidio (para lo cual se refirió a «prácticas sistemáticas de exterminio»), sino también para evitar mencionar a Israel, como si las bombas que caen sobre Gaza fueran producidas por generación espontánea, manteniendo así vigentes una vez más los cuestionables usos diplomáticos introducidos en la política exterior uruguaya por el gobierno de Luis Lacalle Pou a la hora de emitir comunicados sobre el asunto.

Avergüenza que diga que «el gobierno uruguayo se toma muy en serio los informes sobre lo que sucede en los territorios palestinos», aunque la realidad sea que no se ha hecho absolutamente ninguna referencia al reciente informe de la ONU que corrobora que se está cometiendo genocidio, cuando hasta hace unos meses supuestamente se estaba monitoreando muy en serio todo lo que en la ONU se decía sobre el tema.

Avergüenza que diga que instamos al mundo a adoptar las recomendaciones hechas por la ONU, cuando el propio gobierno no las adopta, por ejemplo, al mantener vigente el convenio para la instalación de la única oficina de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación en el territorio ocupado de Jerusalén (esa misma oficina cuyo proyecto era gestionado durante el actual gobierno por un representante de Uruguay que llamó «judío de mierda» a nuestro canciller).

Avergüenza, aunque no sorprenda, la naíf celebración de la excepcionalidad uruguaya, y que se omita que tal excepcionalidad está en buena medida fundamentada en el hecho de ser el único país latinoamericano nacido de un genocidio colonialista, muy semejante al que ahora el gobierno se empeña en negar o callar.

Avergüenza, aunque no sorprenda, que, tras eludir las responsabilidades éticas de un presidente supuestamente de izquierda por denunciar el genocidio, se haya dedicado a promover a Uruguay como centro de mediación, una rocambolesca idea que quizás alguien le haya vendido al gobierno, como quien promueve una candidatura a ser anfitrión de un mundial de fútbol o propone un tren monorriel para Springfield.

Y avergüenza que el presidente no fundamente la propuesta en el prestigio internacional que Uruguay históricamente se ha ganado por llamar a las cosas por su nombre (sea la invasión a República Dominicana, el genocidio armenio, el bloqueo a Cuba o el atropello al pueblo Saharaui), sino en la increíble lectura de que la gran fortaleza de la política exterior uruguaya reside en que «somos incapaces de estorbar a nadie» (supuesta virtud que, en los hechos, como en una profecía autocumplida, el gobierno se empeña en consagrar con sus puntillosos recaudos por no hablar de genocidio o nombrar a Israel).

Por último, lo que más avergüenza a la izquierda uruguaya es un discurso presidencial que desde sus primeras palabras, al presentarse como alguien que «viene de una esquina del sur», parece empeñado en emular a José Mujica, aunque sea a través de una imitación de poca calidad, pero luego consagra su discurso a ocultar la herencia del fallecido presidente, reivindicando que la posición de Uruguay en relación con el conflicto entre Palestina e Israel se remonta ininterrumpidamente a 1948. Esa mentirosa versión conciliadora de una política compartida por todos los partidos oculta el hecho de que el reconocimiento del Estado palestino fue obra del gobierno de Mujica y que la historia de la política exterior uruguaya impulsada por la derecha en este tema es una visión occidentalista proisraelí.1 De esta forma, lo que más vergüenza da es que, al mismo tiempo que el presidente dice reivindicar la herencia de Mujica, en los hechos se empeña en eludir su legado de ser el único presidente uruguayo y de izquierda capaz de denunciar sin rodeos que «cuando se bombardean hospitales, niños y viejos me parece que es genocidio».2 Lamentablemente, estamos en una época que requiere grandes estadistas.

  1. Esto es expresado en el libro de Julio María Sanguinetti La trinchera de Occidente (Taurus, 2018) y es explicado analíticamente por el profesor Carlos Luján en su libro Cambio de régimen y política internacional (IMM, 1993). ↩︎
  2. «Cuando se bombardean hospitales, niños y viejos me parece que es genocidio», Presidencia Uruguay, 4-VIII-14. ↩︎

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