El paisaje alrededor de las minas alemanas de Garzweiler, Hambach e Inden alterna estilizados y blancos molinos eólicos con las grúas que escarban el suelo para extraer carbón. Todo pertenece a la multinacional RWE. Las minas son tan grandes que se pueden distinguir desde el espacio. El 6 de setiembre de 2022, la mina de Hambach fue elegida como imagen del día por la NASA, con una fotografía tomada desde la estación espacial internacional. En ella se aprecian perfectamente sus más de 44 quilómetros cuadrados en diferentes estratos que, desde lo alto, parecen las páginas semiabiertas de un libro cuyos tajos llegan a los 300 metros por debajo del nivel del mar. Las minas producen anualmente 100 millones de toneladas de carbón (lo que supondría 240 millones de toneladas de dióxido de carbono emitidas a la atmósfera). RWE es la mayor eléctrica de Alemania y en 2022 su beneficio neto fue de 3.232 millones de euros.
En pleno siglo XXI, el carbón es una fuente de energía tan barata como contaminante. China es el mayor productor del mundo de carbón, con más de 4 mil toneladas al año. Le siguen India, Indonesia, Estados Unidos, Australia y Rusia.
Colombia es el mayor productor de carbón en América Latina. Aunque la tendencia es potenciar las energías renovables, reducir la dependencia del carbón es una tarea complicada. La extracción de este mineral supone una fuente de ingresos considerable a la que el país no puede (ni quiere) renunciar, a pesar de las buenas intenciones para aumentar el gasto social o luchar contra el cambio climático. Según el Ministerio de Minas y Energía de Colombia, la actividad minera del carbón es fundamental en la economía y la industria del país. En La Guajira y Cesar, las zonas productoras, representa más del 35 por ciento del PBI y el 70 por ciento de las exportaciones.
La opacidad y la confidencialidad en la industria hacen muy difícil conocer el origen exacto del carbón que se quema en las centrales térmicas europeas. A lo máximo que se llega es a saber de qué países se importa el mineral, pero no la mina de donde procede. La industria del carbón se mueve por la oferta y la demanda, y las grandes multinacionales que están detrás son las grandes beneficiarias de este mercado.
Hoy, El Cerrejón, el complejo de explotación carbonífera a cielo abierto más importante de Colombia, pertenece a tres multinacionales mineras –de las cuales dos son las más grandes del mundo–: Glencore, BHP Billiton y Anglo American. A pesar de que su tamaño equivale a casi 10 mil campos de fútbol, no existen imágenes aéreas ni de satélite que permitan establecer la inmensidad de una de las minas más grandes no solo de América, sino de todo el Sur global. Una realidad en la que, por cada 100 dólares de carbón extraído, solo 20 centavos de dólar le quedan, no a las comunidades afectadas, sino a la gobernación de La Guajira, el departamento con el mayor número de personas viviendo en situación de pobreza y de miseria, sin acceso a agua potable, y uno de los departamentos con más debilidad institucional y numerosos casos de corrupción en Colombia.
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En un trozo de carbón hay una memoria impresa de la historia. El carbón es una pétrea víscera de la tierra resultado de la acumulación y la fusión de resinas y plantas en condiciones de presión elevada durante incalculables períodos. Esos extensos mantos de tierra, en un proceso conocido como carbonificación, se transformaron en profundos baches de materia orgánica: yacimientos de carbón. Hace 100 millones de años, cuando la Tierra estaba poblada por los dinosaurios, se terminaron de forjar esos generosos depósitos de este mineral que hoy explotamos.
Se cree que fue el filósofo peripatético y botánico griego Teofrasto (371-287 a. C.) el que, sin quererlo, descubrió el carbón mineral. En su libro Historia Plantarum hay algunas referencias concretas a enormes rocas oscuras con cualidades inflamables que permanecían en el subsuelo gracias a la sedimentación de residuos de plantas tan arcaicas como los astros que adornan el firmamento. Tres siglos después, a la par de la existencia de Cristo, fueron los chinos los que empezaron a escarbar la tierra y a reemplazar el viejo carbón vegetal (que es el que proviene del calentamiento de maderas o cortezas silvestres) por este carbón mineral. Para ese momento, su uso se reducía a necesidades básicas: producción de calor, protección, iluminación y cocción de alimentos.
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Conocida desde el año 1113, Aquisgrán es la zona carbonífera más antigua de Europa. Aquí se encuentra el Energeticon, un museo dedicado al carbón y a la energía. Localizado en el pueblo de Alsdorf, sobre el emplazamiento de la antigua mina de carbón Anna II (clausurada a finales del siglo pasado), es un buen ejemplo de cómo hacer atractivo para el turismo un lugar ambientalmente devastado donde antes la única opción económica era la explotación del tipo de carbón conocido como lignito. Ahora, los antiguos edificios de la empresa minera albergan el museo, la recreación del interior de una mina, una capilla de Santa Bárbara
(patrona de los mineros), numerosas salas para eventos y actividades, y otros espacios, como un auditorio y un restaurante. Hay objetos y materiales relacionados con el pasado minero del lugar por todas partes. Sin embargo, no hay sensación de nostalgia o decadencia, sino más bien de dinamismo y futuro.
Paul Breuer tiene 71 años, es economista jubilado y en su tiempo libre oficia como guía de inglés y francés en el museo. Nieto de mineros, cuenta que uno de sus abuelos murió en un accidente en la mina y el otro con los pulmones 100 por ciento podridos por silicosis. Su padre no se quiso dedicar a la minería y trabajó en la administración. Él mismo, cuando era estudiante, durante unas vacaciones entró a una de las minas y la experiencia lo marcó para siempre: no quiso volver nunca más.
Al igual que en muchas zonas de todo el mundo, aquí la minería supuso una fuente de prosperidad política, social y económica. «Lo llamábamos oro negro por toda la riqueza que trajo», explica Breuer. Hay una frase en alemán que hace referencia a ese poder que aportaba este combustible fósil. Utilizada todavía, la expresión kohle haben («tener carbón») se emplea para referirse a alguien rico o con poder.
La visita acaba en un espacio cuya puesta en escena está centrada en el futuro: transición energética, energías renovables, el fin de las energías fósiles, la realidad del cambio climático. El lema del Energeticon es «Experimentar la energía. Comprender la energía». Breuer habla todo el tiempo en pasado: parece que el carbón es algo que dejó de existir hace décadas cuando cerraron las minas. Sin embargo, a 30 minutos en coche de allí, en las minas de Garzweiler, Hambach e Inden es algo vigente que sigue determinando la vida de muchas personas.
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La mina de El Cerrejón tiene una superficie de 690 quilómetros cuadrados, casi la misma extensión territorial de Singapur. Se encuentra emplazada en la península de La Guajira, un territorio en general árido y semidesértico, gobernado por altísimas temperaturas, escasez de agua y vientos implacables.
El costado sur de la mina bordea en un 70 por ciento el resguardo Provincial, territorio indígena wayuu. Casi todo el límite lo marcan las aguas pardas y aplacadas del afluente más importante de los wayuu y otros pueblos indígenas, como los wiwa, los kogui, los arhuacos y los yukpas: el río Ranchería, que, a esa altura de su recorrido, ya viene fangoso y contaminado gracias a los residuos químicos que la mina arroja sin ningún tipo de disimulo.
El río fluye a unos 300 metros de la pequeña casa en la que Mayra Quintero, de 36 años, vive con sus dos hijos. En la caminata y de forma gradual el sonido apacible de la naturaleza empieza a mutar en un ronroneo constante que trae ecos de taladros y motores. La atmósfera permanece inundada por un ligero olor a azufre, mientras en el río dos hombres instalan mallas de pesca artesanal con la esperanza de resolver el eterno problema del hambre.
«Yo no sé nadar. Cuando tenía 3 o 4 años, mi abuela soñó que me ahogaba. Los wayuu creen mucho en los sueños y por eso me prohibieron acercarme al río. Mi hijo, en cambio, parece más del agua que de la tierra. No tengo problema con eso, pero a cada rato le salen ronchas y erupciones en la piel. Son unas alergias horribles ocasionadas por sus constantes baños en el río. Ahora imagínate lo que esos señores se van a comer, si es que llegan a atrapar algo, porque esa agua, si no está muerta, está agonizando», dice Mayra, con una voz apenas audible a causa del invariable zumbido industrial.
El Cerrejón produce aproximadamente 90 mil toneladas diarias de carbón y, desde mediados de la década del 80, solo suspende operaciones la noche del 31 de diciembre y el día de Año Nuevo. El resto de los días, volquetas de 8 metros de alto y llantas de 4 metros de diámetro remueven el suelo en busca del preciado mineral. Primero ejecutan una breve labor de limpieza: se extrae el material estéril producido por las explosiones y se retiran los segmentos de roca ordinaria y el exceso de barreno. Es en este punto cuando, por primera vez, puede verse el carbón en su estado más virginal. En medio de tanto polvo, gases disueltos y los efectos de la particularización ambiental, llama la atención la capacidad innata del mineral para resplandecer: negro y brillante, cada pedazo de carbón parece el lienzo endurecido de una noche estrellada.
Después, el carbón es transportado a un centro de acopio en donde centenares de manos y máquinas lo clasifican de acuerdo con su tamaño y calidad. Allí se tienen en cuenta sus características petrográficas, la humedad que contiene, la cantidad de carbono, hidrógeno y azufre que porta, la volatilidad, el tipo de ceniza que arroja, etcétera. Todo de acuerdo con las demandas del cliente y el tipo de uso industrial que se le vaya a dar.
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Cuando llegó a Aquisgrán, el artista colombiano Freddy Sánchez Caballero se dio cuenta del papel que cumplen los activistas ambientales en Alemania. Inspirado en ellos, en junio de 2023, en una gran pared de la ciudad pintó un mural: un enorme caballo lleno de engranajes y ruedas de grúas se dirige hacia un grupo de figuras abrazadas a una casa en un árbol. Abajo, un mensaje en español: «En homenaje a la resistencia de la línea roja». Lo hizo como complemento a dos exposiciones que tenía en el marco de la peregrinación de Aquisgrán, un evento religioso que reúne a miles de personas en la ciudad cada siete años y exhibe reliquias, como el vestido que llevaba la Virgen María la noche en que nació Jesús. «Es un caballo de Troya», explica el autor. «Las empresas venden el progreso como si fuera un gran regalo, pero detrás viene toda esa destrucción. Toda la eliminación física de las personas y de sus recuerdos, de su pasado, de su historia», dice en referencia a todos los pueblos que las minas se han ido tragando desde hace décadas y a las más de 40 mil personas que, en la región, se han visto desplazadas.
«Cuando hacía los bocetos, pensaba que hay un símil muy grande con El Cerrejón. Las minas de carbón a cielo abierto en Colombia tienen el gran problema de que están destruyendo comunidades indígenas enteras, a las cuales les han quitado los ríos para dirigirlos a las minas», insiste Sánchez Caballero. «La vida no es dinero solamente, sino que es todo un pasado. La vida para la gente son las calles donde crecieron, sus amigos, su casa, la iglesia donde se bautizaron […] sin ese pasado, los pueblos empiezan a morir», afirma el pintor colombiano. En la misma ciudad de Aquisgrán, muy cerca de la catedral, un enorme edificio plomizo desentona con el resto del paisaje urbanístico. En su fachada se puede leer Haus der Kohle («casa del carbón»). Allí estaba la antigua sede de la empresa minera. Hoy es un complejo de departamentos.
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Hambach es la mina a cielo abierto más grande de Alemania. Situada a unos 30 quilómetros de la ciudad de Colonia, en el bosque de Hambach, comenzó a explotarse hace casi medio siglo. Desde entonces, ha ido extendiéndose y engullendo pueblos, carreteras, autopistas, campos de cultivo e infraestructuras, a la vez que se ha convertido en uno de los puntos más contaminantes de Europa. Del bosque originario, una zona con gran biodiversidad y que contaba con más de 12 mil años de antigüedad, hoy apenas queda un 10 por ciento. RWE intentó arrancarlo para expandir la mina. Como respuesta, numerosos activistas y ecologistas ocuparon el bosque, viviendo en casas hechas en frondosos robles, hayas o abedules y presionando para evitar su tala durante varios años.
A pesar de ser desalojados por la Policía, en 2018 una orden judicial les dio la razón y consiguieron salvar lo que quedaba del bosque. Con Lützerath no hubo tanta suerte. Pese a que está previsto que las minas cierren en 2030, a que hay estudios científicos que confirman que el carbón ya en extracción es suficiente y no era necesario destruir el pueblo, y a que más de 35 mil personas se manifestaron bajo la lluvia y el frío, el poder político y empresarial acabó con Lützerath. «¿Ahora? Solo me queda seguir participando en manifestaciones y marchas, pero por solidaridad. Aquello por lo que luchaba ya no existe más», reconoce Eckhardt Heukamp, agricultor y activista de 58 años desplazado de su granja por la expansión de la mina Garzweiler.
Ir a ver las minas de lignito es un plan familiar, como ir al parque de atracciones. Un sábado lluvioso por la tarde, en el mirador Jackerath Garzweiler Skywalk hay varias familias con niños pequeños. Un hombre mayor con muletas lee detenidamente los carteles informativos que la empresa ha colocado: hablan de sostenibilidad y explican que en el futuro toda esa zona se convertirá en lagos artificiales y un emplazamiento turístico. No muy lejos, en el mirador Terranova, hay un restaurante que sirve hamburguesas preparadas al carbón. Hay también unas sombrillas y tumbonas para sentarse a disfrutar del paisaje minero: un terreno yermo y escalonado, con vetas de tierra umbrosa donde excavadoras y grúas del tamaño de un edificio despedazan y escarban el suelo.
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El 9 de agosto de 2001, a las 11 de la mañana, César Arturo de la Cruz, de 7 años, empezó a correr por las arcillosas calles de Tabaco, un pequeño corregimiento campesino del sur de La Guajira. Huía de los gases lacrimógenos que la Policía lanzaba a su gente. Llevaba la mirada nublada y no podía ver dónde pisaba. De repente sintió cómo un clavo le rasgaba la planta del pie derecho y ya no supo si las lágrimas eran de dolor por el accidente o de ardor por los gases aspirados. Ese fue el inicio del fin. Siete días después, César Arturo murió de tétanos al no poder recibir la atención médica requerida porque un bulldozer custodiado por el Ejército colombiano derrumbó el puesto de salud de la comunidad. Su madre, Marisa de la Cruz, apenas puede contar lo sucedido 22 años atrás: «Estoy seca, ya ni llorar puedo», dice, con la mirada desplomada.
Mayerly Zambrano, de 12 años, estaba en el patio de su casa llenando la alberca de agua para solventar el calor de la mañana. Afuera, la romería por el desalojo subía de tono cada vez más, hasta que hombres fuertemente armados tumbaron la puerta con el objetivo de verificar que no hubiera nadie para poder demoler tranquilamente la vivienda. La operación duró un poco más de lo esperado: voces de la comunidad que prefieren mantener sus nombres en secreto aseguran que Mayerly fue abusada sexualmente y devuelta a sus familiares como se devuelve una billetera extraviada.
Emilio Pérez regresó a Tabaco sobre las diez de la mañana. Estaba extenuado al haber estado desde la madrugada ordeñando cada una de las 100 vacas de la finca familiar. Hacía una plácida siesta cuando su hija Inés lo interrumpió, a gritos: «Papá, vinieron, vinieron y van a tumbar el pueblo». De un solo salto, Emilio ya estaba en la puerta de su casa presenciando el teatro de la injusticia: detrás de una mesa y con una máquina de escribir, un abogado afirmaba que Tabaco, desde ese preciso momento, le pertenecía a El Cerrejón, que el desalojo debía cumplirse de inmediato y que cada familia tenía un bono disponible para trasladarse a Hatonuevo, la cabecera municipal a la que pertenecía el corregimiento de Tabaco.
Centenares de policías, militares, funcionarios públicos de la Defensoría del pueblo, la Contraloría, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y otras instituciones gubernamentales, sellaban con su amenazante presencia aquella ordenanza. Lo primero y lo último que hizo Emilio, al sentir que la rabia se le colaba por cada poro de su piel, fue rebelarse físicamente en contra de aquel abogado, infortunada acción que le valió un mes de convalecencia e incapacidad en una clínica de la vecina ciudad de Valledupar, gracias a los golpes que recibió en su cabeza por parte de un grupo de policías.
Algunos vecinos decidieron resistir y la consecuencia fue la misma: insultos, agresiones, gases lacrimógenos, sangre. Otros se atrincheraron en sus casas y después de varias advertencias el bulldozer activó la catástrofe: más de 100 viviendas, además de la escuela, la iglesia, el puesto de salud, parte del cementerio y la cancha deportiva, fueron derrumbadas. La desolación y la tristeza eran tan profundas que se parecían a la muerte en vida: todo era escombros y el recuerdo punzante de un pueblo fantasma donde
300 familias fueron desplazadas.
«Padre o madre de familia que no firmara el desalojo le quitaban sus hijos. No hicieron ningún inventario, los bienes muebles y enseres eran arrojados a camiones que nunca supimos a dónde fueron a parar. Los perros, gatos, gallinas y ganado quedaron sueltos y en menos de nada murieron. Arrasaron con los cultivos y hasta quemaron monte. Mejor dicho, nos dejaron con lo puesto. Lo que nos hicieron no es solo un desalojo, sino también un despojo, una expropiación y un desplazamiento porque nos sacaron a la fuerza. Hay quien dice que Tabaco era una comunidad afrodescendiente nómada, y eso es mentira, lo que pasó fue que nos hicieron nómadas a las malas y hoy por hoy seguimos esperando que El Cerrejón nos reubique y acate los mandatos de la sentencia T-329/17 de la Corte Constitucional donde se reconocen nuestros derechos y sus obligaciones como victimarios», insiste Inés Pérez, representante legal de la Junta Social Proreubicación de Tabaco, mientras se limpia el llanto en la sala de la casa que comparte con 14 familiares en Albania, el municipio que, con Hatonuevo, Barrancas, Manaure, Maicao y Uribia, conforma la zona de influencia de El Cerrejón.
Se llamaba Tabaco porque en esas inmediaciones de la Serranía del Perijá los plantíos de tabaco eran tantos que podían llegar a pasarse por infecundos matorrales. Fue a finales del siglo XVIII que, dejando atrás la esclavitud imperante en las ciudades grandes del Caribe de la entonces Nueva Granada, llegaron negros africanos y se asentaron para desarrollar sus costumbres, criar animales, ejercer labores agrícolas y vivir libres. Se llamaba Tabaco porque, aunque técnicamente hoy se puede ubicar, el territorio desapareció del mapa y lo que queda, además de la posibilidad imaginativa, es un enorme y despintado hoyo negro en la geografía de esa Guajira brava e indómita.
(Esta es la segunda de tres entregas del reportaje «El eje del carbón entre Colombia y Alemania», la primera entrega puede leerse aquí. Este artículo contó con el apoyo de Journalismfund Europe.)