Casavalle como esperanza - Semanario Brecha
Un nuevo libro sobre la vida en el barrio

Casavalle como esperanza

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El 28 de abril se presentó el libro Convive Casavalle en el Centro Cívico Luisa Cuesta. Producto de un trabajo colectivo que involucró a distintas instituciones y actores, el libro recoge los principales aportes realizados en el evento Convive Casavalle, llevado a cabo a mediados de 2024. Durante dos días, activistas, técnicos, vecinos y académicos priorizaron, una vez más, las problemáticas de la zona que incluye el llamado Plan Cuenca Casavalle. El libro refleja una voluntad compartida de recomponer tramas, pensar estrategias y promover acciones colectivas que comiencen a dar respuestas ciertas a tantos desafíos.

En dicha presentación, la Universidad de la República ratificó su compromiso de presencia en el territorio a través de un programa integral que se encuentra en etapa de diseño. Pasan los meses y ya sentimos el peso del compromiso, pues, mientras nos tomamos los tiempos institucionales para forjar el instrumento, las angustias de esos barrios no paran. Hoy tenemos un contexto político en el país que es muy distinto al del año pasado. Nuevas voces y compromisos se suman. No es poca cosa, porque, en efecto, aquí no sobra nadie y nadie es más importante que el resto, pero seamos conscientes de que los tiempos de las instituciones no son los tiempos de la vida.

Creemos que este libro ofrece aportes y pistas relevantes para pensar políticas públicas con anclajes territoriales. ¿En qué sentido? Lo que se dice sobre educación, violencias y convivencia, salud mental, vivienda y hábitat, trabajo y empleo merecería una reseña aparte. Sin embargo, queremos detenernos en algunos puntos más generales. Explícita o implícitamente, muchos actores reconocen que las respuestas estatales fueron insuficientes, tanto en la época en que se funcionaba en la más evidente fragmentación como en el tiempo en que hubo voluntad de articulación y convergencia. Mucho se pensó, se hizo y se ejecutó, pero aquí estamos, muy lejos de cualquier objetivo de dignidad.

Se sabe que se trata de un territorio especial, con sus rasgos políticos e identitarios, con sus redes sociales e institucionales, con vidas emblemáticas consagradas a otras vidas. Un territorio que ha llamado la atención y que ha acumulado presencias de distinto tenor. Aun con más acompañamiento y articulación, la vida allí no ha dejado de ser sobrevida. ¿No es esto especialmente interpelante para los que tenemos responsabilidades institucionales?

Estos últimos cinco años han sido de franco retroceso. El Estado se retiró, o mejor será decir que se reconfiguró. Todavía necesitamos saber bien qué pasó, qué se hizo y qué efectos negativos produjo todo eso. Saberlo con precisión puede ayudar a delinear nuevas estrategias de acercamiento, acompañamiento y acciones reales. Sin embargo, muchos actores reconocen en el libro, más allá del perfil de la política de los últimos años, que inexorablemente –antes y ahora– se llega tarde.

Hay algo de la magnitud de los problemas que escapa a cualquier presencia. Por esta razón, las visiones más lúcidas hablan de la necesidad de reinventar las instituciones. Cualquier compromiso que se asuma tiene que ser sobre nuevas bases, lo que hace todavía más difícil la tarea. Hay que recuperar el tiempo perdido, pero hay que hacerlo bajo nuevas estrategias de intervención y acompañamiento. No sabemos, hoy en día, qué tan arraigada está esa conciencia en los que conducen y gestionan las instituciones. Lo iremos sabiendo con el tiempo. Mientras eso ocurre y todos nos ponemos a pensar qué hacer, las urgencias se multiplican, los dramas se repiten con precisión implacable y el dolor nunca deja de ser segunda naturaleza. ¿Cómo es el tiempo cuando hay dolor? ¿Alguien alguna vez no experimentó eso? ¿Cómo evitar la desesperanza?

Por estos días, con especial intensidad, hemos recordado las peripecias de campo vividas algunos años atrás; el recuerdo de cómo se vive y se tramita la espera. Recorrimos calles y plazas, ingresamos a centros educativos y a ollas populares que reparten alimentos y observamos cómo algunas esperas han valido la pena. Plazas nuevas y bien equipadas, vialidad reciente, conectividad, equipamiento urbano como en el resto de la ciudad. Algunos planes habitacionales, pocos, marcan su diferencia. Pero con eso no alcanza, rápidamente se olvida cuando lo que predomina es la sobrevivencia, esa que no espera: vivir, reproducirse, enfrentar una enfermedad y ganar el peso obligan de inmediato y activan conductas de muy distinto orden, sin mucho margen para evaluaciones, cálculos o juegos de racionalidad. Si esa idea de sujeto libre y autónomo, que toma decisiones y construye expectativas es una ficción, aquí lo es mucho más. Las urgencias de la sobrevida no admiten demora y cada cual las administra como puede.

Hemos aprendido que cuesta mucho sostener un diálogo con los vecinos y las vecinas, y mucho más con los adolescentes. Charlas cortas, ansiosas, interrumpidas. Muchos interlocutores no saben esperar. Dicen, quieren decir y se marchan. Ni pueden ni quieren perder el tiempo en conversaciones a las que no encuentran sentido. Pero hay temas que nos son comunes, y ahí los diálogos tienen otra fluidez. Nosotros queríamos entender cómo trabaja la Policía en el barrio y allí descubrimos una de las claves de la espera. Los habitantes de la zona esperan que la Policía llegue, que no se vaya o que regrese. Algunos esperan no ser golpeados y la gran mayoría, no ser tratada arbitrariamente. Esperan protección y que los problemas de violencia disminuyan. Saben muy bien que esos problemas no se solucionan al barrer. Mientras esperan, no reflejan sentimientos muy punitivistas, como podría observarse en personas ajenas a la realidad del barrio. Estar allí en el medio del asunto o conocer los infiernos del sistema penal moldea sus visiones del mundo. Los más jóvenes esperan la cárcel o la muerte. No lo dicen de forma tan directa, pero más de una vez lo dejan entrever.

Al fin y al cabo, los habitantes de esos barrios siempre están esperando lo peor. El golpe, la bala, el robo. Lo esperan con naturalidad, casi sin sobresaltos, aunque sabemos que eso es una fachada. El trabajo para reproducir la vida cotidiana supone un esfuerzo denodado, y saben que ese orden precario se puede romper de un momento para el otro. Las mujeres, no importa la edad, son las más conscientes de esta realidad y marcan el tono de esa expectativa negativa. La espera siempre está contenida en relaciones de poder. Los que esperan siempre son los que están más abajo. Los varones, sobre todo los más jóvenes, se ponen impacientes y presumen de acciones para no esperar. Desafían, rompen, reniegan, pero a la larga también tienen que esperar. Esperan ser incluidos o vengados, esperan por la Policía, que los cruza en cualquier esquina, esperan por una estancia larga en prisión.

Todos esperan y casi todos saben que nunca saldrán de allí. Las promesas de la educación son frágiles, pensadas para un largo plazo. ¿Espera sin esperanza? ¿Es posible esperar el bien y confiar en las propias fuerzas? ¿Hay margen para creer en algo y esperarlo? Los más jóvenes parecen habitar la caja de Pandora. El resto aún sostiene con vigor el discurso de la esperanza. No hay que olvidar que el barrio cuenta con una densa red de instituciones que producen esperanza. Si la espera se impone, la esperanza también. Si esperar es para los de abajo, la esperanza para ellos es una obligación, una forma impuesta y mecánica de decir. La esperanza es el discurso que pone freno a la desesperación, a la protesta, a la rebelión.

¿Qué derecho tenemos de discutir esa esperanza? Los habitantes de estos barrios aspiran a sobrevivir sin violencia y con un poco de dignidad. ¿Y qué esperanza abrigamos nosotros cuando recorremos las calles del barrio y estamos atentos a lo que se dice y se hace? ¿Cuántas veces hemos pensado en una política que deje de ser asistencialista y clientelar para asumir un proyecto de redistribución fuerte, radical e integrador? ¿Acaso no creemos en algo que hemos absorbido hace tiempo y lo seguimos esperando? La esperanza es lo último que se pierde para los que solo saben esperar. Cuando dejemos de hablar solo con nosotros mismos y examinemos de qué dolores están hechos los demás, tal vez allí esa bruma cerrada se rompa y muestre algo de claridad.

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