Quizá muy pocos lo conozcan, a no ser que hasta allí los arrastre la obligación sentimental o familiar hacia un ser querido, o –toquen madera– la propia muerte. No goza de fama mundial como Montmartre, Greenwood o, más cerca, La Recoleta, ni pueden encontrarse en su interior difuntos tan ilustres como los que pueblan otros cementerios del país. Hay muchos López, muchos Pérez, una Laurita sin apellidos, y unos pocos insignes. Está el histórico dirigente comunista Enrique Rodríguez, en una tumba a la que sólo distingue una placa de sus compañeros de filas, con el logotipo, chiquito, al costado, del partido. Está Carlos Solé y su voz enmudecida, en un nicho correcto, sencillo, próximo a lo de los Salaberry. Y está Raúl Sendic en la otra punta, con unas cuantas flores de plástico y tres clavel...
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