En agosto Lima luce su proverbial nublado: techo gris, cielo color panza de burro, según las más conocidas descripciones –la última atribuida a Sebastián Salazar Bondy, el autor del clásico Lima la horrible, tan exitoso que el título de ese libro aún persigue como definición y descripción a la muy virreinal–, agrisado que a veces se sumerge en la pura bruma volviendo fantasmales los contornos de los cerros y del mar. Más frío del que recordaba, pero no el de Montevideo, ese que hiela pies, manos y narices. En Lima no hay ese hielo –a menos que uno se meta al Pacífico, cosa que hacen heroicamente los incansables surfistas–; las extremidades sobreviven, pero con 15 grados, misterio de las humedades, se siente frío.
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