En Ecuador, su primera novela, Diego de Ávila genera una riesgosa sensación de extrañeza. Narra un viaje como los viajes no acostumbran ser narrados, en una zona de zozobra permanente que tiene que ver con el lenguaje, con una migración de significados que buscan construir otro sentido –otra “realidad”–, y en ese tránsito, primero desconcierta al lector y después lo seduce.
Acostumbrado a descifrar enigmas, y son muchos los que se plantean a lo largo del texto, el lector se involucra con curiosidad en el juego de correspondencias misteriosas, y entiende que lo esencial en la escritura de Diego de Ávila pasa por la palabra –aunque va más allá de las palabras– y que esa escritura es la evidencia de una voz original. Si en las primeras páginas impresiona como audazmente intrincada, capaz de o...
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