Que en carteleras comerciales se estrene una película del cinesta chileno Sebastián Lelio (autor de las brillantes La sagrada familia, El año del tigre y Gloria) es realmente motivo de festejos. Y al parecer ni siquiera era suficiente que hubiese ganado el Goya a mejor película, además del Fénix, el Platino y premios en los festivales de Berlín, San Sebastián, Palm Springs, La Habana y otros tantos. Sólo después de que ganara el Oscar los distribuidores consintieron a estrenarla en salas.
La mujer fantástica del título es Marina Vidal, una mujer trans que trabaja como moza en un restaurante y, con cierta regularidad, como vocalista en diversos ámbitos. A poco de comenzada la película, tras una noche de excesos, su pareja, quien quizá la doble en edad, sufre un aneurisma y fallece. Será la primera de una serie de desventuras: una circunstancia ya de por sí sumamente dolorosa va disparando otras, que no existirían si no fuese por su condición de trans. Marina sufrirá destratos y violencias de todo tipo en un lapso de apenas unos días. Toda una sucesión de personajes le confiere un trato que da cuentas de que no pueden ni quieren ocultar sus prejuicios: desde el desprecio solapado al insulto directo, y más allá.
La actuación de la actriz trans Daniela Vega es notable. Su rostro impávido es pura contención, y en él se entrevén una y otra vez los dolores del duelo, el cansancio de luchar toda una vida contra los mismos prejuicios y la indignación puntual por el trato recibido en este momento crítico. En los entretiempos de tantos momentos desagradables y profundamente incómodos, la protagonista da golpes, una y otra vez, a una suerte de punching ball que cuelga del techo de su apartamento. Aquí el espectador puede pensar que, como en tantas otras películas, se está preparando para romperle la cara a alguno (y de hecho, deseamos que lo haga), pero, al menos de acuerdo con lo que sucede en pantalla en el período presentado, parecería hacerlo con el único propósito de descargar y exorcizar ese cúmulo de frustraciones diarias que acontecen. Lelio demuestra el descomunal ejercicio que tiene que hacer una persona trans para mantener la compostura, para no descolocarse a gritos, para tolerar, tragar y soportar, aun cuando sus interlocutores no merecen tales deferencias. Se da a entender ese esfuerzo brutal que supone, para ellas, intentar encajar en una sociedad, esfuerzo similar o incluso mayor al de otros grupos discriminados.
Otro aspecto sumamente interesante refiere a la genitalidad del personaje: en un par de escenas aparece desnuda, pero con su zona genital deliberadamente oculta. Queda abierta la incógnita de si se hizo una operación para cambio de sexo o no, cuestión con la que incluso algún personaje tiene el desparpajo de importunarla directamente: “¿Qué eres?”, como si fuese imperativo ubicarla en uno u otro casillero mental. Incluso la comisaria que la investiga decide deliberadamente quedarse junto al perito criminalístico, con la clara intención de ver sus partes descubiertas.
La humillación consiste en destaparla, imponerle motes, etiquetas, y aquí se demuestra lo crucial que es para el colectivo trans el asunto del nombre impreso en el documento. En una conversación con la ex mujer de su pareja fallecida, ésta la llama por su nombre masculino como una forma de anularla, de descalificarla como mujer. Y así como una persona y otra deciden unilateralmente decirle como se les antoja, también le exigen con qué tratamiento referirse a ellos: piden que los trate de “usted”, de “comisaria Cortés” o como sea. El director Lelio y su guionista habitual, Gonzalo Maza, saben exponer y denunciar los mayores vicios sin subrayados ni énfasis, y con una sutileza envidiable.
Una mujer fantástica. Chile/Alemania/España/Estados Unidos, 2018.