En nuestra sociedad patriarcal, ordenar el traslado inmediato al órgano genital de la progenitora cumple la función de insulto. Por eso, cuando Michelini los mandó a la concha de la madre, a nadie se le pasó por la cabeza que sería para practicar una colposcopia o con la finalidad de una terapia regresiva. Ni siquiera lo propuso como homenaje en vísperas de su día.
La moción no alcanzó los votos requeridos y ningún senador opositor abandonó la Cámara, pero eso no impidió que consultaran si se trataba de un pase en comisión y si por un viaje de esos, también se debe rendir cuentas de los viáticos.
Tratar de averiguar la primera palabrota que verbalizó un humano supone un reto del carajo.
Unos antropólogos españoles sostienen que la clave de nuestra evolución fue la represión del comportamiento erróneo de los hijos y que la primera palabra que verbalizó un humano fue: “no”. De esta teoría se desprende que el “no me jodas” arrancó despegado entre los agravios y que, dentro de los insultos sexistas, el “no rompas los huevos” precedió a “la concha de la madre”.
Según los científicos, decir malas palabras es bueno para las personas y para la sociedad. Es considerado un signo de inteligencia. Así que, después de todo, los 13 años de gobierno frenteamplista también habrán contribuido a desarrollar el intelecto de los uruguayos. ¡Puteen uruguayos, puteen! ¡Sean los orientales tan malhablados como valientes!
Si las personas que insultan son más inteligentes, al mítico efecto Mozart habría que contraponer el auténtico efecto Danilo. Incluso se haría justicia reconociéndolo como un fenómeno de la gran puta.
Parece que el estudio de las obscenidades enseña mucho sobre cómo funcionan nuestros cerebros y nuestras sociedades. No será esta columna la que se ocupe de desarrollar el tema, pero sí la que haga una reivindicación revisionista de aquel ejemplo de lucidez intelectual que fue el “oligarca puto”, en boca del diputado Juan José Domínguez, ¡Mpp, inteligencia!
Si, como dicen, el lenguaje obsceno ayuda a aliviar el dolor y ser más felices, en medio de una nueva crisis financiera, los argentinos deben estar echando de menos a su más elegante puteador, el entrañable doctor Tangalanga.
Nadie mejor que él para procurar esa línea de crédito con el Fondo Monetario Internacional y ensanchar el pecho de los rioplatenses al insistir telefónicamente: “¿y cómo mierda se lo tengo que decir?”.