Difícil no emocionarse cuando un pueblo rinde su último homenaje en silencio grave y simple a un hombre que no tuvo más poder que el de su palabra ni más privilegio que escribir lo que creyó verdadero y oportuno. ¿Qué llevó a tantos uruguayos a despedir como a un pedazo de sí mismos a Mario Benedetti? ¿Qué hizo este hijo de inmigrantes nacido en Paso de los Toros, este tímido y esforzado autodidacta, para conmover de ese modo al mundo con la noticia de su muerte? ¿Por qué fue tan querido?
Aunque tenía la bondad agolpada en los ojos, Mario Benedetti no calificó nunca para el tipo del abuelo bondadoso y, a pesar de su aspecto que lo exhibe frágil como un actor de cine mudo, en su juventud, y pacífico como un parroquiano de pueblo en la vejez, estuvo siempre lejos de ser inofensivo. Fue, en cambio, y siempre, un intelectual en la tradición letrada latinoamericana y en la sartreana del compromiso. Estuvo lejos de la moderación en las ideas, lejos de la humildad en su disposición para atreverse a cualquier género, y no fue piadoso en las polémicas. Hace algo más de diez años, Jorge Ruffinelli recordaba precisamente que cuando su generación – la del 60- entra a escena, Benedetti (en sus 40) ya era «un intelectual polémico», pero que se diferenciaba de otras figuras de la generación crítica que eran graves y carentes de humor. Benedetti, en cambio, se tomaba todas las libertades. Fundaba su prestigio en tres libros que definieron una época: Poemas de la oficina, El país de la cola de paja y Montevideanos, pero además hacía humorismo, escribía canciones políticas, fundía el periodismo con la literatura. Esa mezcla y esa irreverencia fueron, tal vez, el inadvertido costado sesentista de su producción titánica de entonces (el advertido fue, claro, el lado político y militante).
Pero la osadía estaba en su obra, no en el personaje. Eran épocas republicanas y austeras, los libros no llevaban fotos de los autores, no había entrevistas por televisión y el único camino de seducción era la palabra. Benedetti ya tenía entonces herida la mirada, pero nadie la vería (salvo él, que en el poema que dedicó al hijo que no tuvo, dice con delicada ambigüedad: «de haber tenido un hijo / acaso no sabría qué hacer con él / salvo decirle adiós cuando se fuera / con mis heridos ojos / por la vida».) Fue con la palabra, entonces, que conquistó aquella duradera pasión de multitudes. Y así siguió aunque los tiempos cambiaron. Es curioso, pero Mario Benedetti no fue un escritor personalmente carismático. Ni lo intentó; no cortejaba a sus escuchas, no esforzaba su simpatía, podía negar un autógrafo. Era escrupuloso en su trabajo y germánicamente puntual, pero solo daba lo que escribía. Y por eso lo quisieron, por lo que decían sus palabras a los corazones de los hombres.
Hubo algo solemne en la ceremonia del Palacio Legislativo y en la marcha al cementerio, una solemnidad perdida que gracias al poeta muerto regresaba a los orientales. Después de tanto tiempo también a la literatura se le devolvía su antigua jerarquía, y la poesía y la palabra tomaron la ciudad, volvían por sus fueros ocupando con derecho el Salón de los Pasos Perdidos y caminando las calles junto al poeta que supo nombrarlas.
Si cuando irrumpió en la escena cultural montevideana, aquel Benedetti fue la novedad, la disruptura y la vanguardia, este que se iba, era en cambio el anacrónico ejemplar de un universo en extinción. Y los uruguayos lloraron esa pérdida. Lo quisieron por eso, porque siguió tercamente fiel a su utopía. Es verdad que celebró las pequeñas cosas de la vida, pero no lo quisieron por eso, sino porque daba a cualquier hombre y a cualquier mujer el derecho a la grandeza que estaba oculto en ellos. Porque colocaba sus amores y sus ideas y sus miedos en el centro del universo. Porque apelaba a lo mejor de cada uno, y en medio del relativismo ambiente y de las estrategias sofisticadas o toscas del individualismo, les decía «no te salves». Los intelectuales insisten en decir que Benedetti era sencillo, modesto, la gente en la calle dice que era grande: un grande.
Ha sido duro este 2009 para la cultura nacional, y este manso otoño inimputable poco antes se llevó también a Idea Vilariño. Habían nacido en el mismo año de 1920, se iniciaron juntos en la revista Número, escribieron en Marcha, militaron en la izquierda radical y sostuvieron entre sí una rara amistad de solitarios para morir finalmente, con diferencia de días, justo en el año del cometa en que se conmemoran los cien años de Juan Carlos Onetti. En una noche de verano que es ya y para siempre mítica, ambos lo habían conocido en una cervecería de Malvín. Ahora el recuerdo de aquella noche es de todos y de nadie y estos adioses y el recuerdo de otras despedidas cambian radicalmente el paisaje espiritual del país. Y lo datan. Esta confabulación de la muerte acaso tenga el sentido de golpear la conciencia y recordarnos que es nuestro derecho y nuestro deber aspirar y merecer la tradición intelectual fuerte, nacional y popular que ellos construyeron y por la que apostaron para que la cultura sea de todos y no privativa de la clase de los mandarines (y los hijos de los mandarines), que pueden además ser de izquierda ahora. Ojalá que la lección de este duelo sirva para reivindicar una tradición que supo hacer suya a la cultura universal y pueda también volver a poner a la cultura uruguaya en el centro mismo de nuestras prioridades.
Raramente inadvertido, también se cumple este año el medio siglo de la primera edición de Montevideanos (Alfa, 1959). No será ocioso recordar entonces que el occiso fue un montevideano universal. Esa pertenencia fue construyendo al escritor libro a libro y rasgo a rasgo. En una carta a Alfaro que no es de las que aquí se publican, Mario defiende ante los editores el interés que lo más privado y local de los asuntos de un escritor tiene para sus lectores de cualquier lado que sean. En una literatura que se juega a una poética del aquí y del ahora siempre hay un lugar que deviene origen y fin y que hace a la existencia misma del escritor. «Allá Montevideo sola o sin mí / que viene a ser lo mismo», escribió Benedetti en 2001. Esa simbiosis con su ciudad trabaja sobre la escritura, la moldea y la condiciona. Por eso el exilio es trágico en su literatura, porque obliga a la ausencia a una literatura que sólo sabe decirse en cercanía y presencias. El doloroso viaje por la lejanía que impuso el exilio fue algo más que una variación temática para el escritor, moduló sus versos y rehizo su poética. Tal vez también cambió la ciudad que fue escrita, y al menos cargará en su memoria estos versos duraderos que Mario Benedetti escribió lejos y triste cuando supo que habían cortado los árboles de 18 de Julio:
«Eso dicen
que al cabo de diez años
todo ha cambiado
allá
dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy quién para ponerlo en duda
¿acaso yo no estoy sin árboles
y sin memoria de esos árboles
que según dicen
ya no están?»
Tal vez hoy que él no está, la avenida y sus árboles y el recuerdo de la ausencia de otros árboles guarden para muchos y acaso para siempre la memoria de este poema.