Siempre me ha llamado la atención la capacidad argentina de crear soledades. Monumentales, como cuando se prohibió al peronismo participar en varias elecciones presidenciales. O individuales, hoy en torno de Horacio Verbitsky porque insiste en la verdad de los costados oscuros del papa Francisco cuando todo el mundo, empezando por la señora presidenta, se los limpia. Como nuestro premio Nobel de la paz, que sustituye lo que supo por absoluciones que huelen a rigor mortis de la ética, cualquiera fuere su color. José Luis Mangieri tenía razón: la Argentina es un país de antropófagos. De sí mismos.
Conocí al nuevo papa cuando era obispo en circunstancias en que yo recurría a todos los medios posibles para saber qué había sido de mi nieta o nieto nacido en cautiverio. Corrían los años noventa...
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