Es difícil saber cómo hablar de las economías modernas sin hablar de crecimiento: de productividad, de los riesgos de emprender, y del ciclo de expansión y acumulación impulsado por la búsqueda de ganancias. Al crecimiento económico se lo ve como un proceso natural o automático, y su ausencia se toma como evidencia de que algo habremos hecho mal, que nos interpusimos en su camino. Toda gran política económica es presentada como una cuestión de «quitar las trabas» al crecimiento, como si la economía fuera una bestia generadora de riqueza, siempre ansiosa por avanzar, si tan solo la dejáramos.
Por eso puede resultar sorprendente saber que el análisis del crecimiento económico, en su sentido contemporáneo, es un desarrollo relativamente reciente. Algunos dirán que Adam Smith fue el primer teórico del crecimiento económico (una expresión que él nunca usó), pero incluso en una fecha tan tardía como 1946, Evsey Domar, uno de los fundadores de la teoría moderna del crecimiento, señalaba que la tasa de crecimiento era «un concepto que ha sido poco usado en la teoría económica». Eso no se mantuvo así por mucho más tiempo, a medida que economistas y políticos se enfrentaban al legado de la Gran Depresión, los temores de estancamiento de la posguerra, y la geopolítica de la descolonización y la Guerra Fría. Los desafíos del crecimiento y la industrialización –los obstáculos para lograr ambos, pero también la dislocación y desigualdad que a menudo implicaban– no eran solo una cuestión de inversión, tecnología y productividad: también se relacionaban, en palabras de Simon Kuznets, premio nobel de economía en 1971, con el «futuro de los países subdesarrollados dentro de la órbita del mundo libre».
Walt Rostow, quien junto con Kuznets fue uno de los pensadores más influyentes de ese naciente campo, entendió el crecimiento como la base del orden mundial de posguerra. Las etapas del crecimiento económico, su obra germinal publicada en 1960, se subtituló Un manifiesto no comunista. De acuerdo con lo que ahora se llama el relato rostoviano, el crecimiento no era solo la solución a la inestabilidad interna de las economías industriales avanzadas y el remedio para el atraso de las sociedades tradicionales (no industriales), también era el antídoto contra el socialismo. No había necesidad de revolución: los mercados regulados del capitalismo de posguerra entregarían –a su debido tiempo y pacíficamente– los frutos de la modernización, una alternativa no violenta a la expropiación y la colectivización. Sin embargo, no estaba claro cómo responderían las sociedades tradicionales a la inevitable disrupción asociada con su integración a la economía global. «¿Cómo debe reaccionar la sociedad tradicional a la intrusión de un poder más avanzado: con cohesión, prontitud y vigor, como los japoneses; haciendo de la irresponsabilidad una virtud, como los irlandeses oprimidos del siglo XVIII; alterando lenta y de mala gana la sociedad tradicional, como los chinos?», se preguntaba Rostow.
La intuición de Kuznets fue que, en las sociedades tradicionales, el crecimiento económico en ancas del mercado empeoraría la desigualdad al comienzo, pero, a largo plazo, la reduciría. (A pesar de que él mismo reconoció que se trataba de un «95 por ciento de especulación», esta hipótesis luego fue elevada al estatus de verdad, con la hoy famosa curva de Kuznets.) ¿Cómo podía Occidente mantener su dominio sobre el resto del mundo durante estos sacudones iniciales? ¿Cómo podía diseñarse el proceso para «evitar el remedio fatalmente simple de un régimen autoritario que use a la población como carne de cañón en la lucha por el éxito económico» (Rostow dixit)? «¿A dónde nos lleva el interés compuesto?», se preguntaba Rostow en otra ocasión. «¿Nos está llevando al comunismo? ¿o hacia los suburbios ricos?» «¿A la destrucción?, ¿a la Luna? ¿A dónde?». La tarea consistía en transformar las sociedades tradicionales de manera tal que pudieran «disfrutar de las bendiciones y de las alternativas abiertas por la marcha del interés compuesto».
EL PBI Y SUS CRÍTICOS
En los años transcurridos desde Kuznets y Rostow, el crecimiento económico se ha convertido en el objetivo principal de la economía y la política económica contemporáneas, y la tasa de aumento del producto bruto interno (PBI) en su medida estándar. El PBI representa el valor monetario del volumen de producción anual de un país, y, generalmente, se lo presenta dividido per cápita. Se suele asumir que es el crecimiento –o, en todo caso, el crecimiento compuesto– el que impulsa el milagro económico del capitalismo moderno, por lo que un PBI en aumento se ha vuelto un objetivo político en sí mismo. Al decir de Rostow, el punto era hacer del crecimiento la condición normal de la economía, a medida que «el interés compuesto se integra, por así decirlo, en sus hábitos y su estructura institucional». En la economía global actual, el crecimiento de la renta o de la producción –en todos los niveles: desde la empresa hasta el Estado nación– es un determinante clave de la capacidad para atraer inversiones o préstamos en los mercados financieros, lo que a su vez es un determinante clave para el crecimiento futuro.
Sin embargo, aunque el PBI domina el pensamiento sobre política económica, ha sido objeto de críticas fulminantes durante décadas, dado que evidentemente es muy pobre como medida del bienestar humano. Todo lo producido contribuye al PBI, no importa si se trata de educación o de atención médica, de armamento o de petróleo extraído por fracking. No importa tampoco si un aumento del PBI se reparte entre dos ricos o entre un millón de pobres; si te atropella un ómnibus y salvarte (o intentarlo sin suerte) cuesta cientos de miles, tanto tú como el conductor del ómnibus han hecho una contribución positiva al PBI.
Los ataques al fetiche del crecimiento y a la bancarrota moral de creer que más es igual que mejor tienen una historia todavía más larga. John Stuart Mill (entre otros) argumentó que los seres humanos están mejor atendidos por una sociedad en la que «nadie es pobre, nadie desea hacerse más rico y nadie tiene por qué temer que lo empujen hacia atrás los esfuerzos de otros para quedar primeros». Más recientemente, la acusación ha sido que el paradigma del crecimiento y las políticas que pergeña confunden el proceso cuantitativo de crecimiento con el proceso cualitativo de desarrollo. Hoy sabemos que los países con el PBI per cápita más alto, o que crecen más rápido, no son necesariamente los más pacíficos o los más democráticos; sus ciudadanos no viven necesariamente una vida más sana, más larga o más feliz. A pesar de todo ello, el PBI sigue siendo la medida estándar de la actividad económica nacional, para gran disgusto de los defensores de medidas alternativas, como el índice de desarrollo humano o el índice de progreso real, que, al menos, sí hacen el intento de calcular el bienestar humano.
EL CRECIMIENTO VERDE
El declive precipitado de la estabilidad ecológica del planeta, asociado, en particular, con el cambio climático, ha recargado de forma inédita las críticas al crecimiento. Se está volviendo lugar común decir que la relación del capitalismo moderno con el planeta es cada vez más extractiva y destructiva. Es cierto que aún hay un segmento lunático que se niega a creer en el cambio climático y que aún no termina de ser abducido a Ganímedes, pero los hechos y los datos ya son parte del conocimiento general aceptado por la mayoría. Incluso organizaciones como el FMI, el Financial Times, el Banco Central Europeo, el Deutsche Bank y el Ejército estadounidense reconocen que el crecimiento económico moderno ha sido ecológicamente destructivo y que es uno de los principales impulsores del cataclismo climático en ciernes.
La pregunta es si nuestra actual concatenación de crisis es producto del modelo actual de crecimiento económico o del crecimiento económico per se. ¿Es posible abocarse al crecimiento económico de una manera que no empeore las cosas para el planeta y sus habitantes? ¿Podemos, como dicen algunos, desacoplar al crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero, la disminución de la biodiversidad y la destrucción de los hábitats?
Los profetas de este desacoplamiento pertenecen a un conjunto variopinto pero en expansión de proponentes del crecimiento verde, entre los que se incluyen banqueros, como el exgobernador del Banco de Inglaterra Mark Carney, economistas, como Per Espen Stoknes, de la Norwegian Business School, y Mariana Mazzucato, de la University College de Londres, o gurús de los negocios, como Paul Hawken (coautor, con Hunter Lovins y Amory Lovins, de Capitalismo natural: creando la próxima revolución industrial,1 publicado en 1999). Su discurso es una apelación a la magia de la innovación y la tecnología. Autodenominados tecnoptimistas, como el columnista del Financial Times Martin Sandbu, son defensores entusiastas de políticas climáticas basadas en el mercado (como los impuestos al carbono y los esquemas de permisos negociables), las «economías de innovación» y las promesas de «cero neto»: compromisos empresariales y gubernamentales con proyectos de gran escala, que se supone que nos permitirían seguir con nuestras actividades básicamente sin cambios, mientras compensamos nuestras emisiones con la captura y el almacenamiento de carbono, la plantación de árboles y otros programas de secuestro de CO2.
Este es también el mensaje que escuchamos de los impulsores del European Green Deal (Pacto Verde Europeo) y de los empresarios de energías renovables. Una vez que consigamos el tipo correcto de crecimiento –un «crecimiento sano» desacoplado del sórdido historial ambiental del viejo capitalismo–, no tendremos que preocuparnos de que haya demasiado crecimiento. De hecho, deberíamos celebrarlo como el camino hacia un capitalismo más inclusivo y como el medio con el que pagaremos la inminente transición a un mundo de alta tecnología y bajo carbono. «Sí», dice Stoknes, exdiputado por los verdes en el Parlamento noruego y con formación en psicología, además de en economía, «la versión actual del capitalismo puede estar causando estragos, pero no es que el capitalismo esté roto». De hecho, «negar a la psique humana su deseo subconsciente de crecimiento» sería desastroso, afirma.2
Hay un realismo duro detrás de algunas de estas esperanzas de desacoplamiento: el capitalismo impulsado por el crecimiento es lo que hay, no parece que vaya a desaparecer pronto, crucemos los dedos y trabajemos con lo que tenemos. Uno tiene la sensación de que aquí es donde ha ido a parar Carney, hoy enviado especial de la ONU para acción climática y finanzas. Ha reunido prácticamente todas las instituciones financieras importantes del mundo (con activos totales que suman unos 130 billones de dólares) para formar la Alianza Financiera de Glasgow para el Cero Neto, con el fin de movilizar recursos del sector privado en pos de una transición global hacia el cero neto en 2050. Lo cierto es que la iniciativa parece impulsada más por la desesperación que por la esperanza. Lo mismo podría decirse de la exhortación de Mazzucato a «hacer un capitalismo diferente». Es como si el tiempo fuera tan corto y la naturaleza humana tan rígida que no tuviéramos otra opción.
Los realistas tienden a querer más participación del Estado de lo que quisieran los emprendedores verdes, precisamente porque no confían en la mano invisible para lograr lo necesario: un escape de mercado frente al desastre ambiental. A veces, a esta posición se la presenta como si estuviera por encima de lo político: independientemente de lo que uno sienta sobre el crecimiento o las alternativas a él, la improbabilidad de que podamos frenar el tren capitalista a tiempo obliga a desplegar medidas de emergencia como la «movilización nacional» –análoga a la economía planificada de la Segunda Guerra Mundial– o intervenciones planetarias, como la gestión de la radiación solar atmosférica.
LOS DECRECENTISTAS
Decrecimiento es el término hoy en boga para aquellos que argumentan que esa promesa del crecimiento verde es, en el mejor de los casos, una distracción y, en el peor, un anestésico cínicamente administrado [N. del E.: para una primera aproximación al decrecimiento desde una perspectiva latinoamericana, véase «Hay una ceguera que sigue atravesando el imaginario de nuestras elites», Brecha, 28-X-22]. En Menos es más: cómo el decrecimiento salvará al mundo,3 probablemente el manifiesto decrecentista anglosajón más conocido de estos últimos años, el antropólogo económico Jason Hickel ofrece una respuesta tardía a Rostow: «El interés compuesto es incompatible con el mantenimiento de la vida en un planeta viviente regido por equilibrios delicados». No podemos recurrir a un mayor crecimiento para librarnos de nuestro problema: a fin de cuentas, crecimiento es crecimiento. Al decir de Tim Jackson en Poscrecimiento: la vida después del capitalismo,4 «crecer significa un mayor ritmo y caudal de producción», un mayor flujo, en términos absolutos, de energía y materiales en el proceso productivo. «Eso significa más impacto. Más impacto significa menos planeta. El crecimiento sin fin, verde o no, solo puede terminar llevándonos a ningún crecimiento en absoluto. No hay crecimiento en un planeta muerto», apunta este economista y profesor de desarrollo sustentable en la Universidad de Surrey. La mitología del desacoplamiento es, para él, una «forma de negación».
Los partidarios del decrecimiento piden, en cambio, una contracción económica intencional y controlada, bajo una premisa sencilla: el crecimiento económico está destruyendo la vida en la Tierra. En la medida en que el tipo de crecimiento medido por el PBI ha implicado históricamente un aumento en el consumo de materiales y energía en un planeta finito, el argumento es incontrovertible. Pero, como reconocen los decrecentistas, bajarle de golpe la persiana a una economía global ecológicamente desastrosa podría resultar socialmente desastroso, y los efectos serían peores para los más pobres. Es por eso que los modelos de decrecimiento nunca son solo cuestión de frenar y poner marcha atrás, sino que combinan reducción intencional con redistribución global. Dado que «es probable que la reducción del caudal de producción conduzca a una reducción en la tasa de crecimiento del PBI o, incluso, a una disminución del propio PBI», como dice Hickel, «debemos estar preparados para gestionar ese resultado de una manera segura y justa. Esto es lo que se propone hacer el decrecimiento».
Los impulsores del crecimiento verde tienen una respuesta predecible. Para Stoknes, «la verdadera discusión no es crecimiento o decrecimiento. No es “el capitalismo o el clima”. No es el dinero versus tu alma. La discusión aquí no es sobre encontrarle una alternativa al capitalismo». Más bien, «se trata de rediseñar lo que hoy tenemos para que no haga trizas nuestro hogar terrenal». Pero, según cualquier estándar razonable de argumentación, la carga de la prueba no debería recaer sobre los decrecentistas, sino en quienes se aferran al crecimiento. El crecimiento económico ha llevado al sistema planetario a sus límites, o incluso más allá, y la historia de la humanidad no ofrece nada que sugiera que el crecimiento continuo sea compatible con la necesaria reorientación de la economía global, una reorientación que la ideología del crecimiento hasta ahora ha obstaculizado y, a menudo, socavado activamente. Hasta que los crecentistas verdes puedan presentar algo, lo que sea, que demuestre que su fe ha contribuido a un cambio estructural significativo –no solo bolsas de supermercado compostables o cargadores para autos eléctricos afuera del shopping, sino un cambio abarcativo en la economía global– serán ellos los que tendrán que ofrecer pruebas de la efectividad de su propuesta, no sus críticos.
Dicho esto, los decrecentistas, por supuesto, también tienen preguntas que responder, por ejemplo: ¿cómo se supone que funciona el decrecimiento? Entre las propuestas más comunes, suelen aparecer: una transición radical hacia el transporte público y el no motorizado, institucionalizar la compra de productos de segunda mano en lugar de productos nuevos, la adopción masiva de dietas vegetarianas y veganas y de métodos agroecológicos, mejorar la eficiencia y reducir el uso de energía en los edificios ya existentes. Todo eso, en verdad, haría una gran diferencia. Pero ¿cómo se implementarían las políticas necesarias lo suficientemente rápido y en una escala lo suficientemente grande? De hecho, es una pregunta viva si son las políticas públicas –al menos en la forma en que el término es usado en las democracias modernas, burocráticas y liberales– la herramienta adecuada para los cambios radicales necesarios: el paso a una dieta basada en plantas, para tomar solo un ejemplo. Por no hablar de los cambios institucionales más radicales que los decrecentistas como Giorgos Kallis, Susan Paulson, Giacomo D’Alisa y Federico Demaria piden en A favor del decrecimiento:5 limitar el alcance de las relaciones de propiedad privada y revivir prácticas comunales, o distribuir tecnologías y apoyo financiero como forma de reparación por los legados del colonialismo en el Sur global. ¿Podemos imaginar «políticas públicas» que generen transformaciones a esta escala del orden político-económico mundial? Esto incluso antes de considerar la cuestión de quién o qué organismo tiene el poder político para hacer que todo eso suceda.
LA FUNCIÓN DE REDUCCIÓN
Uno de los componentes básicos de la economía moderna es la función de producción, una proposición simplificada sobre el funcionamiento de los engranajes de la economía. Establece la forma en que los insumos clave –los factores de producción, como el capital y el trabajo (ya hace mucho que se prescindió de las materias primas y la tierra)– se combinan para generar lo producido por una economía. Dado que cualquier colección dada de insumos puede usarse para una amplia variedad de propósitos, casi siempre se asume que los detalles específicos son una función de la tecnología y las instituciones: las contribuciones relativas del capital y la mano de obra a la producción representan soluciones racionales a problemas técnicos planteados por las restricciones presupuestarias, las fuerzas del mercado, el desarrollo tecnológico, etcétera.
En los libros de texto, la función de producción es generalmente Q = f (K, L), lo que meramente significa que la cantidad de producción (Q) es el resultado de mezclar capital (K) y trabajo(L) según un proceso de producción representado por una secuencia de operaciones (f). (En la práctica, la función puede llegar a ser bastante elaborada.) El crecimiento económico, aquí representado por un incremento de Q, generalmente se entiende como determinado por un aumento en la productividad en la combinación de K y L. Esa es la única forma de lograr que aumente el PBI per cápita (de lo contrario, Q se incrementa solo porque K y L aumentan de forma independiente, no porque los estemos combinando de manera más productiva).
La analogía es un poco tosca, pero defender el decrecimiento es algo así como proponer una función de reducción. Si una función de producción describe la combinación intencional de recursos para aumentar la producción, una función de reducción describe cómo podemos usar el capital y la mano de obra intencionalmente para disminuir la producción, para reducir y ralentizar nuestras economías de forma cuidadosa y justa. La tarea es retroceder frente a los precipicios que la producción orientada al crecimiento ignora o no comprende, hacer lo que podamos para deshacer el daño ya hecho y reconstruir las relaciones económicas entre nosotros y con el mundo no humano.
La función de reducción, si alguna vez pudiéramos encontrarla, describiría un conjunto extraordinariamente útil y esperanzador de relaciones (im)productivas. Pero ¿quién la diseñará y quién implementará los planes que a partir de ella se elaboren? Los economistas del mainstream tienden a presentar la función de producción como una cuestión técnica: cómo usar el capital y el trabajo de la forma más eficiente, para obtener la máxima Q a partir de una combinación K-L. Pero, en realidad, las principales determinantes de la función de producción son políticas, antes que técnicas. Son las relaciones de poder las que dan forma al proceso de producción del mundo real, en todos los niveles: desde el hogar hasta la economía global. En los esquemas abstractos de los libros de texto de primer año, los procesos de producción se ensamblan a sí mismos, pero, más allá de ese mundo imaginario donde el capital y el trabajo cooperan para realizar un sueño compartido, la condición previa para toda producción es el poder, que permite disponer de los insumos y determinar sus cantidades relativas y calidades necesarias.
En otras palabras, la función de producción parece identificar dos agentes, que combinan sus energías para los fines de la producción, pero, en realidad, hay un solo agente con el poder de decidir: el capital. Esto no es una novedad para los economistas. En la función de producción estándar, cualesquiera que sean las restricciones técnicas, el trabajo es un insumo como cualquier otro y el capital lo determina. El trabajo no elige cuánto L destinar a tal o cual proceso o sector, ni puede decidir juntarse con el capital y negociar. Como dijo en 1890 Alfred Marshall, el padrino de la economía moderna, son los «hombres de negocios» quienes «reúnen el capital y el trabajo necesario para producir; organizan o “diseñan” el plan general y supervisan sus detalles menores». Todo se basa en el supuesto de que el capital decide y el trabajo hace lo que le ordenan.
En contraste con las funciones de producción ortodoxas, en las que lo político es oscurecido por una fachada de racionalidad objetiva, en una función de reducción lo político sería, idealmente, mucho más explícito. Prácticamente todos los defensores del decrecimiento enfatizan la terrible injusticia del sistema actual, así como la base democrática del proyecto de decrecimiento, y la equidad y transparencia que este promete. Hickel habla en nombre de todo el movimiento cuando señala que, «si nuestra lucha por una economía más ecológica tiene éxito, debemos buscar expandir la democracia donde sea posible»: a instituciones internacionales como el FMI, a la banca central, la gobernanza empresarial, la gestión de los recursos comunes, los medios de comunicación y el sistema de financiamiento electoral.
¿CÓMO DECRECER?
Sin embargo, incluso para quienes están de acuerdo en que la búsqueda del crecimiento perpetuo es desastrosa como premisa sobre la que construir nuestro futuro colectivo, es difícil dejar de lado la preocupación de que el decrecimiento terminará siendo un proceso de arriba hacia abajo, impulsado por una elite. ¿Cómo darle la vuelta al tren de carga de la economía global? No se puede simplemente apagar la locomotora y dejar que cada vagón se organice por sí solo. El plan del decrecimiento es una reducción de tamaño de la economía global, conseguida no a través de la austeridad o de una recesión voluntaria, sino, se nos dice, a través de una planificación cuidadosa, con un énfasis particular en la reducción del consumo extraordinario del Norte global, a través de la reestructuración económica y la redistribución internacional.
Cualquier plan de este tipo debe contemplar un programa mundial rápido y altamente coordinado de desmantelamiento. Nuestro actual régimen orientado al crecimiento ha puesto la mayor parte del poder y los recursos en muy pocas manos, pero eso no significa que liberarnos de la «tiranía del crecimiento» implique necesariamente una redemocratización, y es difícil imaginar que una tarea de esta escala pueda ser abordada únicamente por liderazgos locales. ¿Cómo será coordinada y por quién?
Dependiendo de con quién hables, las respuestas pueden ir por cualquier lado: desde la autorreflexión meditativa hasta la revolución social. En sus variaciones más metafísicas, el decrecimiento tiene un desafortunado dejo a autoayuda; en Explorando el decrecimiento: una guía crítica,6 el ingeniero francés Vincent Liegey y la investigadora en urbanismo de la Universidad de Melbourne Anitra Nelson nos dicen que la «filosofía profunda» del decrecimiento puede «descolonizar nuestros imaginarios crecentistas», mientras que Jackson nos insta a descubrir su «fluir virtuoso». Hay una fijación, en esta versión del debate, con la segunda ley de la termodinámica, según la cual la entropía o desorden de un sistema físico y su entorno tiene necesariamente que aumentar con el tiempo. («Una biblioteca que no está ordenada se desordena», al decir del escritor Georges Perec.) En palabras de Jackson, «el estado más probable del mundo es el caos», un sentimiento que sustenta mucho de lo que se afirma acerca de la capacidad del decrecimiento para restaurar el «equilibrio» en la relación humana con el mundo no humano.
Al igual que muchos análisis de tipo new age sobre los problemas globales, esta versión del decrecimiento enfatiza lo bueno del mundo que tenemos y sugiere que a través de actos de voluntarismo virtuoso se puede reinventar ese mundo. (Quizás esta es la razón por la que Jackson elige el término poscrecimiento en lugar de decrecimiento: pos- es agnóstico sobre lo que viene después, pero retiene la sospecha de que será algo mejor.) Es difícil decir si este tipo de enfoque es una ayuda o un obstáculo. El énfasis en el crecimiento personal, los diagramas de «tensiones en la psique humana» y la reflexión sobre nuestros «valores» ciertamente combinan con el individualismo de nuestra época. En principio, no hay razón para que este enfoque individualizado sea incompatible con un cambio social y político más amplio, incluso uno revolucionario.
Pero la insistencia de Hickel en que «el decrecimiento es parte de un movimiento ecosocialista más amplio» no cuenta con apoyo unánime. Si bien todos los decrecentistas rechazan la afirmación de que su propuesta sea simplemente un rebobinado histórico –una nostálgica marcha atrás a un capitalismo de posguerra supuestamente más amable–, es difícil no detectar un poco de eso en el libro de Jackson, que comienza con una larga elegía a Robert F. Kennedy, demuestra poca simpatía hacia una eventual alternativa socialista y se apoya fuertemente en el liberalismo crítico de Hannah Arendt (ciertamente, no una socialista). Para Hickel, sin embargo, la tradición del socialismo democrático (redistribución radical, propiedad pública, desmercantilización y descolonización) proporciona, al menos, una respuesta provisoria a las cuestiones de poder y coordinación que Jackson, por lo general, evita.
DECRECIMIENTO, ELITES Y DEMOCRACIA
En su Sexto informe de evaluación (Grupo de Trabajo II), publicado en febrero, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) consideró el análisis decrecentista por primera vez: «Vincular el desarrollo a los modelos pasados y actuales de crecimiento económico crea desafíos significativos para un desarrollo resiliente al clima, ya que implica que los mismos procesos que han contribuido a los desafíos climáticos actuales –incluido el crecimiento económico, y el uso de recursos y regímenes energéticos de los que este depende– son adoptados como el camino para mejorar el bienestar humano». Puede que el término decrecimiento aún no aparezca en el Resumen para responsables de políticas, publicado por el IPCC –notoriamente diluido en su proceso de aprobación a manos de los gobiernos parte [véase «Paños fríos», Brecha, 12-IV-22]–, pero es claro que se está produciendo un cambio en la gama de ideas que circulan en los pasillos de las instituciones poderosas, y no solo en el IPCC. ¿Esto evidencia la difusión de una sensibilidad decrecentista? ¿O es una prueba de lo que algunos críticos socialistas del decrecimiento vienen diciendo desde hace tiempo: que el decrecimiento es un programa elitista impulsado por una ansiedad clasemediera ante el exceso de consumo?
En ese sentido, existe el peligro de que el decrecimiento quede atrapado, a pesar de las intenciones de sus defensores, en los surcos políticos trazados por los debates sobre el desarrollo a mediados del siglo XX. Economistas como Rostow y Kuznets ayudaron a dar forma a estos debates. Como comenté previamente, se les acusó de confundir crecimiento con desarrollo, pero esa crítica es demasiado simple. Al decir del economista austríaco Joseph Schumpeter en 1934, el desarrollo, a diferencia del «mero crecimiento», «es ese tipo de transformaciones que surgen del propio sistema, que desplazan en tal forma su punto de equilibrio que no puede alcanzarse el nuevo desde el antiguo por alteraciones infinitesimales. Agreguemos sucesivamente todas las diligencias que queramos, no formarán nunca un ferrocarril». El desarrollo, como el decrecimiento, nombraba un proceso mediante el cual la sociedad se convertía en algo diferente a lo que había sido, y en el proceso se volvía un modelo que otros proyectos políticos podían emular.
Pero presentar el decrecimiento como la versión del siglo XXI del desarrollo conlleva riesgos significativos. El desarrollo, aunque tuvo algunos momentos populares, fue impulsado en gran medida por elites nacionales y globales, y dependía del reclutamiento masivo para un programa, cuyos fines, y muchas veces sus medios, ya estaban determinados. Los decrecentistas también deberían evitar pensar en sí mismos como si hubieran identificado un imán civilizatorio hacia el que se orientan todas las buenas políticas. Puede que ese barco ya haya zarpado: muchos decrecentistas creen que están salvando la civilización humana (echemos un vistazo al subtítulo de Menos es más). En un momento histórico de tanta precariedad, su «racionalidad» puede parecer el único camino a seguir, y la política puede aparecer como un obstáculo. El problema es que las misiones de rescate de este tipo casi siempre están impulsadas por una elite, precisamente porque una de las cosas que define a una elite es su autopercepción nunca cuestionada de que ella es la responsable por el futuro civilizatorio.
Sin embargo, a diferencia de muchos de sus predecesores tecnocráticos, algunos defensores del decrecimiento –y, en este caso, estamos hablando en su mayoría de miembros de la elite del Norte global– reconocen este defecto. Es por eso que Hickel y otros están tan ansiosos por vincularlo a otras luchas (junto con colegas como Kallis y Paulson, Hickel describe con frecuencia el decrecimiento como «una demanda de descolonización»). Este sector está comprometido con un esfuerzo por transformar el decrecimiento en un movimiento popular, por construir una base política de masas para un programa diseñado, en su mayor parte, sin tener en cuenta la política.
Los esfuerzos de este tipo tienden a ser batallas cuesta arriba. Se podría decir que el movimiento ambientalista ha estado intentando algo así durante el último medio siglo, y, aunque ha tenido éxitos significativos en diversos lugares, aún no se ha materializado una base de masas sostenida y diversa a nivel internacional. Los defensores más destacados del decrecimiento en el Norte global actúan con demasiada frecuencia como si ya tuvieran las respuestas a todas las preguntas, incluso antes de que se hayan formulado. Kallis y sus coautores citan investigaciones que muestran que, en partes del Sur global, «el término decrecimiento no resulta atractivo y no coincide con las demandas populares». Eso no ha prevenido a los decrecentistas del Norte de presentarse como compañeros del movimiento Vía Campesina o de quienes mantienen los piquetes indígenas en Standing Rock. Aunque afirman que estas alusiones son actos serios de solidaridad, lo cierto es que tales vínculos deben forjarse desde ambos lados. Eso puede requerir más política, menos programa y mucha humildad.
(Publicado originalmente en London Review of Books. Traducción y titulación de Brecha.)
1. Natural Capitalism: The Next Industrial Revolution, por Paul Hawken, Amory B. Lovins y L. Hunter Lovins. Little, Brown & Company, 1999.
2. Tomorrow’s Economy: A Guide to Creating Healthy Green Growth, por Per Espen Stoknes. MIT, 2022.
3. Less Is More: How Degrowth Will Save the World, por Jason Hickel. Penguin, 2020.
4. Post Growth: Life after Capitalism, por Tim Jackson. Polity, 2021.
5. The Case for Degrowth, por Giorgos Kallis, Susan Paulson, Giacomo D’Alisa y Federico Demaria, Polity, 2020. Hay traducción al español: A favor del decrecimiento, Icaria Editorial, 2022.
6. Exploring Degrowth. A Critical Guide por Vincent Liegey y Anitra Nelson. Pluto Press, 2020.