Siempre he tenido una debilidad por el viejo Mijaíl Kalashnikov Timofeyevich, que murió poco antes de Navidad. Cuando me encontré con él, sus ojos siberianos estaban tan alertas como los de un lobo. Era impetuoso, duro, desvergonzado. Supongo que tenía que ser así. Por haber dado su nombre al más famoso rifle en el mundo –que yo mismo había visto en Líbano, Siria, Irak, Egipto, Palestina, Libia, Argelia, Armenia, Azerbaiyán, Bosnia, Serbia, Yemen– debía tener la respuesta a la pregunta obvia. ¿Cómo podría Kalashnikov justificar toda esta sangre que brota de los seres humanos, cortesía de su diabólica invención?
“Ves –dijo el anciano lobo–, todos estos sentimientos se producen porque una parte de nosotros quiere liberarse con las armas, pero en mi opinión sería bueno que la otra parte ...
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