Una de las primeras cosas que preguntó Rigoberta Menchú al llegar a la casa de Galeano en Montevideo fue si tenían fax. Para su anfitrión sonó como un pedido de cosmódromo. Había aprendido de Juan Carlos Onetti que para escribir no se precisaba más tecnología que el alfabeto y el lápiz, y con todos se carteaba por el viejo mecanismo de los sobres con sellos.
Durante el exilio había sido un cliente tan habitual del correo español que uno de los funcionarios no podía creer que ese asiduo visitante –que no sabía si definir como turista o como sin papeles– fuera un celebrado escritor. Pasaron años antes que lo descubriera al pasar por una librería madrileña y ver en la vidriera una gigantesca foto de “su cliente”.
Su asombro fue casi tan grande como el de Galeano al escuchar el pedido de la lí...
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