Hay un intruso ahí. Desde el piso, todas las cabezas apuntan hacia arriba: el carancho aletea nervioso a tres metros del suelo. Los garfios de sus patas se prenden de la jaula con firmeza. Busca escapar pero no encuentra la salida. Luce cansado. Debe de llevar varias horas dando vueltas en ese espacio cerrado y abovedado. Vuela un poquito y se engancha nuevamente en otro lugar de la jaula. Los de abajo gritan a coro cada vez que se mueve. Corren. Toman impulso y saltan como basquetbolistas queriendo tocar el aro.
El pájaro ya no tiene forma de pasar desapercibido ante la horda terrestre, y sus vuelos van siendo sutilmente cada vez más bajos. En un último intento por escapar la emprende contra la reja con el pico afilado. Muerde el alambre e intenta retorcerlo. No puede. No emite sonid...
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