En el año 2001, a raíz de una nota publicada en Brecha, Leonilda me envió una carta iluminada con preciosos grabaditos en la que elogiaba el artículo y saludaba “dejando un camino abierto a la amistad”. Anduvimos por ese camino unos cuantos años. Iba a visitarla en bicicleta a la casa que alquilaba todos los veranos en Marindia, donde charlábamos melón con sal y tintillo mediante junto con el pintor –y vecino– Alejandro Casares. En invierno solía llamarme por teléfono o yo ir a su apartamento de la calle Buenos Aires, donde vivía sola con sus tacos, sus estampas y una gata siamesa. A la salida de esos encuentros tomaba apuntes, de memoria. Hasta que un buen día accedió a grabar una extensa y distendida entrevista en el Museo de la Palabra, del Sodre, de donde seleccioné estos pocos fragmen...
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