—¿Cuál ha sido tu vinculación académica con el tema trata de mujeres para fines de explotación sexual en el Río de la Plata? ¿Por qué consideraste relevante estudiar este fenómeno desde una perspectiva histórica y regional?
—El tema del tráfico de mujeres llamó mi atención a medida que me adentraba en el estudio del siglo XX uruguayo. Primero por su notoria exposición pública y como centro de debates desde las últimas décadas del siglo XIX a las primeras del novecientos, en una actividad que se presentaba estrechamente vinculada al incremento de la inmigración en el Río de la Plata y, en particular, a la llegada de miles y miles de hombres solos.
Las polémicas a que dio lugar dejaban entrever la centralidad de la sexualidad, los prejuicios dominantes en la época respecto a las mujeres, los miedos colectivos desatados ante su eventual liberación, las pugnas ideológicas respecto a la caracterización de la prostitución como fenómeno social, el papel que el Estado debía asumir en esta materia y en el creciente tráfico de mujeres.
La “trata de blancas” como se la conoció en dicho período –pese al temprano combate feminista respecto al uso de dicho término– ocupó un lugar preponderante en las preocupaciones colectivas de aquellos años en el mundo occidental, que también se reflejó en estos lares. Considerada una actividad netamente delictiva –no así el ejercicio de la prostitución– se planteó su combate a través de una legislación específica que permitiera enfrentar a las poderosas redes de traficantes que se enseñoreaban de la región platense.
Sin embargo, las reflexiones de la historia, como disciplina, sobre este asunto son bastante recientes. Otras preocupaciones y urgencias ocuparon a los investigadores en los años sesenta y setenta de la pasada centuria. Los sujetos colectivos oprimidos o, por el contrario, hacedores de sus destinos mediante la catarsis revolucionaria, la inmersión en las infalibles evidencias de la economía que con sus secuencias y “objetividad” permitían entender fielmente muchos asuntos fueron –salvo excepciones– el norte de los estudios epocales. En torno a los ochenta, una nueva sensibilidad emergió y se hizo preponderante en los años siguientes, llegando a nuestros días. Se consolidó lo que fue llamada la nueva historia cultural, que desarrolló enfoques sociales en los que se privilegiaba lo subjetivo y cualitativo abandonando –o por lo menos arrinconando– aquellos que reivindicaban la primacía de una historia social totalizadora y homogénea. Un viraje teórico y metodológico significativo: lo que durante décadas había sido calificado como marginal o periférico adquirió centralidad y perfiles propios. La diversidad plantó sus banderas en el campo del relato histórico, surcado por la multiplicidad de actores y de historias. Un universo social que fue abordado haciendo énfasis en los discursos, las prácticas y las representaciones. Así ocurrió, paulatinamente, en los estudios relativos a la prostitución y el tráfico de mujeres.
La perspectiva histórica para tratar estos asuntos resulta –creo yo– fundamental, ya que nos permite visualizar con claridad las continuidades, las permanencias y también las particularidades que adquieren en los distintos períodos. Prostitución y tráfico de mujeres anclados en un pasado lejano son, no obstante, hijos de su tiempo.
Encarar el trabajo de investigación sobre la “trata de blancas” –y muchas veces utilizo ese término no sólo porque así fue llamado en el período de estudio, sino porque tiene una carga lingüística particular, insoslayable y muy reveladora– implicaba tomar en cuenta que era intrínsicamente una “historia nómada”, en constante movilidad y desplegada en escenarios diferentes. Su esencia cosmopolita y peregrina supone elevar la mirada, y no circunscribirme, exclusivamente, a las fronteras nacionales. Lo internacional y lo regional debían formar parte del horizonte de análisis. Sólo así podría descubrir sus flujos específicos, calibrar la importancia del tráfico de mujeres, las características que lo informaban, y el rol que jugaban cada uno de esos espacios interconectados. Y así surgió un mapa específico que comprendía, en el Atlántico sur, a Argentina, Uruguay y Brasil. Los límites fronterizos se diluían y aparecía una cartografía específica, definida por el ir y venir de los “blanqueros” y sus mujeres.
—¿Cómo operaban las redes de trata en aquel entonces? ¿Cuáles eran los mecanismos de cooptación? ¿Con qué poderes se articulaban?
—Los traficantes se organizaban cuidadosamente a fin de aceitar de la mejor manera su lucrativo negocio. El desarrollo de las comunicaciones (ferrocarriles, telégrafo, teléfono, la multiplicación de los viajes transatlánticos, etcétera) facilitaron sus actividades. Las principales organizaciones que desplegaron su poder en el Río de la Plata fueron las de franceses y judíos que comerciaban con mujeres que reclutaban en Europa. Los primeros operaban, mayoritariamente, en el medio urbano atrayendo a modistillas, obreras, empleadas de comercio, prostitutas; los segundos, en las regiones más atrasadas del centro de Europa, atenaceadas por la pobreza y la discriminación, y exclusivamente con judías. Tal vez fueran éstos los que descollaron en organización porque asentaron una red de eslabones fortificados por la pertenencia a una misma colectividad y religión. Sus integrantes cumplían diversos roles como financistas, dueños de burdeles, abastecedores no sólo de “materia prima”, sino de los mil y un elementos que requerían para su funcionamiento. Algunos de ellos se trasladaban a los lugares más recónditos, en viajes de “remonta”, con el propósito de conseguir su preciada mercancía. Muchachas muy jóvenes, pobres, sin educación, cuyos padres, deslumbrados por el poder y la riqueza que mostraban aquellos elegantes “paisanos” venidos de América, no dudaban en entregar a sus hijas. Una ceremonia de casamiento muy sencilla “la stillah chuppah”–de acuerdo a las costumbres imperantes– legitimaba tales transacciones.
Todas estas actividades requerían de mucha coordinación y del aval –conseguido mediante suculentas cantidades de dinero– de la policía, de los guardias fronterizos, de abogados que los defendieran en caso de ser detenidos por tales actividades, jueces, médicos, y tantos otros. Estos apoyos eran vitales para la supervivencia y la expansión de tan fructífera actividad.
—¿Quiénes eran las mujeres tratadas? ¿Qué formas de resistencia ensayaban frente a la situación a la que estaban sometidas?
—El universo femenino objeto de explotación era variado. Estaban –como se ha dicho– las europeas, muy requeridas en la época, pero también había jóvenes de nuestro medio rural y también del urbano. No todas las mujeres que venían del exterior habían sido engañadas, muchas tenían experiencias previas de meretricio en sus países de origen. Pero una cosa era haberlo ejercido por su cuenta –o bajo la “protección” de algún proxeneta– y otra muy distinta era caer en las manos de las redes de los traficantes. De allí era casi imposible liberarse, las coacciones y la violencia implícita o explícita eran un componente esencial de una relación totalmente asimétrica.
En cuanto a las formas de resistencia no eran muchas a las que pudieran echar mano. A las de temperamento díscolo se las quebraba con castigos, drogas o alcohol. Y aquellas que excepcionalmente se animaban a denunciar a sus explotadores eran escarmentadas implacablemente. Por lo tanto, eran muy pocas las que se animaban a rebelarse. Sí existían formas sutiles de resistencia: esconder las propinas que recibían de sus clientes con la esperanza de poder escapar algún día de ese círculo opresor, convertirse en amante de algún integrante influyente de la organización o tratar de convertirse en madama. Reacciones individuales, indirectas; nada de reacciones colectivas, ni de solidaridades con sus sufrientes pares.
—¿Qué respuestas ofrecía el Estado? ¿Qué proponían las izquierdas? ¿Y el feminismo?
—El Estado uruguayo aprobó en 1916 una primera ley de lucha contra el proxenetismo y la trata de mujeres, conocida como “la ley Brum” casi calcada de la redactada por el diputado argentino Alfredo Palacios, y aprobada tres años antes.
En una segunda instancia, se afinó más la puntería. Así, en 1927, nació una nueva legislación en la materia, más idónea y estricta en la persecución de ambos delitos: el proxenetismo y el tráfico de mujeres. Claro que la ley, muchas veces, constituye un escudo muy débil, y fácilmente horadable. La actuación de policías corruptos, los intersticios de fuga que siempre existen en la letra escrita, la intervención de prestigiosos abogados en la defensa de los traficantes, fungieron como escollos para que las buenas intenciones de los legisladores se plasmaran en los hechos.
Los sectores de izquierda, cuya expresión político partidaria a inicios del siglo XX se cristalizó en la creación del Partido Socialista y del Partido Comunista (en 1910 y 1921 respectivamente) tuvieron una actitud de rechazo explícito al tráfico de mujeres. También los partidos tradicionales. No obstante, la izquierda enfilaba sus críticas no sólo a la ineficiencia y/o morosidad de las políticas públicas antitrata, sino que su posicionamiento respecto a este tópico estaba teñido por elementos ideológicos propios, como la convicción de que dicho fenómeno estaba estrechamente relacionado con la existencia del sistema capitalista. Tráfico de mujeres y capitalismo eran, desde su perspectiva, partes de una ecuación indisoluble. Su abordaje era macro; si se cambiaba el tipo de sociedad, y se adoptaban los principios de la ideología socialista o comunista, el mundo cambiaría para siempre, la explotación del hombre por el hombre desaparecería y también su correlato, la del hombre sobre la mujer.
El feminismo, que en su calificada primera ola enfilaba sus baterías primordialmente a la conquista de los derechos políticos de las mujeres, no dejó de reflexionar y actuar ante esta situación de explotación sexual de las mismas.
Asimismo, a nivel internacional, se formaron, en Inglaterra, en 1885, organizaciones, integradas por hombres y mujeres, dedicadas específicamente a dicho fenómeno y, en 1889, tuvo lugar en Londres el Primer Congreso Internacional contra la Trata de Blancas al que siguieron un segundo en 1902, en Francia, y un tercero en 1906, en París. También se podrían mencionar otras instancias de encuentro en torno a este tema. En 1919, el Tratado de Versalles mandató a la Liga de Naciones a fin de elaborar y controlar los acuerdos relativos a la persecución de la trata de mujeres. Posteriormente, no hubo congreso internacional donde no se planteara esta preocupación y la promoción de políticas represivas para combatir este flagelo.
En nuestro país, el movimiento feminista se conformó como tal a partir de 1916 con la creación del Consejo Nacional de Mujeres, filial del fundado en Washington, en 1888. En el punto H de sus estatutos se creaba la Comisión de Trata de Blancas, presidida por Emilia Echavarría de Gallardo y la Comisión de la Unidad de la Moral, por la doctora Paulina Luisi.
En la revista Acción Femenina órgano del consejo uruguayo, es posible encontrar varios artículos de crítica acérrima a la trata de mujeres. Asimismo, Paulina Luisi, gran batalladora por los derechos de las mujeres, descolló por su militancia en esta temática. No debemos olvidar el papel clave que cumplió como delegada del gobierno uruguayo en la Comisión de Lucha contra la Trata de Mujeres y Niños de la Sociedad de Naciones, cargo que ocupó de 1922 a 1932. La acción de las feministas fue determinante para que finalmente nuestras autoridades firmaran los convenios aprobados a nivel internacional. Gracias a esto, Uruguay adhirió, diez años después, en 1920, a la Convención Internacional para la Supresión de la Trata de Mujeres y Niños.
Más tarde, en 1931, se estableció la Liga Uruguaya contra la Trata de Blancas, una institución privada, integrada por Nylia Molinari Calleros (presidenta), Sarah Rey Álvarez (vicepresidenta), y como secretarios el doctor Armando Halty y Eduardo Ferreira (director del diario Imparcial), y cuyo objetivo central era combatir este tráfico “infame”. Su bandera era la supresión del meretricio reglamentado, que, a su entender, fomentaba el vicio y estimulaba a los funcionarios venales. La liga tuvo contactos regulares con organizaciones similares a nivel mundial y, en particular, con Argentina.
—¿Cuál es tu percepción acerca de la situación actual en el país en materia de trata? ¿Ves alguna continuidad? ¿Avances? ¿Retrocesos?
—El tráfico de mujeres aún existe. Hay continuidad en la supervivencia del propio fenómeno, y variaciones relacionadas con el momento histórico en que vivimos. Hoy se ha reducido notoriamente la densa trama de los prostíbulos, considerados por muchos en su época como uno de los factores determinante del comercio de mujeres. Ha cambiado, evidentemente, la dirección de los flujos; antes se traían mujeres de Europa, ahora se llevan del Nuevo al Viejo Continente o a otros lugares. De acuerdo a informes de la organización Médicos del Mundo, en 2005, había en Europa un 90 por ciento de prostitutas extranjeras.
Las sociedades antiguamente receptoras, como la rioplatense, han cambiado su perfil demográfico. Y la masiva inmigración extranjera es cosa del pasado. Ya no existe, por ejemplo, el “hambre” de mujeres que caracterizó a estas sociedades aluvionales en las postrimerías del siglo XIX y principios del XX.
Pero el tráfico de mujeres subsiste, ahora en otros escenarios y con muchachas autóctonas que son llevadas al exterior, donde las condiciones son más rentables. En Uruguay, sabemos de la existencia de redes de traficantes dedicadas a dicho comercio: a veces operan con chicas que ya han ejercido la prostitución free lance que atraídas por mayores ganancias aceptan viajar fuera del país. Por más que –y hay muchos testimonios en este sentido– la realidad que les espera es terrible, y son explotadas de forma despiadada. Castigos, drogas, alcohol, amenazas a familiares, confiscación de pasaportes y tantos otros mecanismos de “disuasión” conducen a su pérdida de libertad. Otros, reclutan chiquilinas muy jóvenes, vulnerables afectivamente –lo que está vinculado con un rasgo de la prostitución actual: el de su “infantilización”– y las envuelven con las tradicionales estratagemas de poder, dinero, o “amor”. También hay redes que operan en nuestro país trayendo muchas jóvenes del Interior a fin de explotarlas sexualmente en Montevideo.
En los últimos años, en muchos países del mundo se ha actualizado la legislación contra el tráfico y explotación de personas; un concepto con aspiraciones más inclusivas, influido por el barómetro de nuestro tiempo: la defensa de los derechos humanos. No sólo mujeres, también niños y hombres sufren este terrible azote y sus variadas manifestaciones de nuestro tiempo. Siguiendo tales derroteros, en Uruguay, a fines de 2017, el Senado aprobó un proyecto de ley orientado a “la prevención, investigación, persecución y sanción de la trata y explotación de personas, así como la atención, protección y reparación de las víctimas”. Hoy se encuentra a estudio de una comisión investigadora.
Pero es necesario no olvidar algunos aspectos específicos del tráfico de mujeres y niñas, con fines de explotación sexual. El mismo presenta determinadas características particulares –así lo manifestó la relatora de las Naciones Unidas sobre estos asuntos en 2006–: es un problema penal, una expresión brutal de violencia de género y el mayor negocio delictivo del planeta, tras el tráfico de drogas y de armas.
* Yvette Trochon Ghislieri. Egresada del Instituto de Profesores Artigas en 1972 (historia). Profesora de Enseñanza Secundaria (1969-1976). Egresada del curso de investigación en historia nacional del Claeh (1977-1980). Reingresó a la docencia en 1985 (Enseñanza Secundaria e Ipa). Jubilada en la actualidad.