Una noche el cielo se limpió y salpicó estrellas, como si alguien frotara un vidrio mugriento y dejara al descubierto sus rajaduras. Por un tiempo, los gorriones calmaron sus gritos y crecieron orquídeas salvajes en la vereda. Hasta que el confinamiento cesó y se estrenó un nuevo calendario. Entonces ardió Colorado y, por primera vez, cayó lluvia en lugar de nieve en la cumbre de Groenlandia. El costado de un país desconocido para el mundo, Uruguay, se prendió fuego en proporciones históricas y su capital amaneció inundada un lunes.
La historia contada hasta el hartazgo: un virus se propaga rápidamente por el planeta y enseña a los terrícolas lo frágil que es el mundo que han hecho. El cuento comienza con la depredación del hombre acumulada por siglos, la alteración al extremo de los ecosistemas y la expulsión del resto de los seres vivientes de su hábitat (para algunos empieza con científicos de ojos chiquitos que manipulan tubos de ensayo y pócimas de colores; cada cual elige su propia aventura).
Aunque la historia todavía no termina, se esfuman las emergencias nacionales y hay quienes sugieren que la pandemia asiste a su fin. Antes del desenlace, el hombre, único ser en la tierra con conciencia y moral, usa la razón de la que ha sido prodigiosamente dotado (¿por algún dios?) y asume que sus pretensiones pueden acarrear el apocalipsis. Utiliza todas sus capacidades para luchar contra la enfermedad, crea antídotos, repara lo que ha sido arrasado y llora lo que se le arrebató y no volverá. Entiende que es improbable que su sistema sea admirado por criaturas de otras galaxias que alguna vez lo visiten y se erige en estúpidas razones, como el trabajo, la acumulación de cosas inanimadas y el sometimiento de almas ajenas.
Y el remate: una vez que el hombre logra restablecerse, se redime. Estira la mano para limpiar las estrellas, tocar el río y abrazar los árboles, en fin, su hospedaje. Y hace de él una parada donde habita armónicamente todo lo que nace y existe, aunque sea de formas misteriosas o en lenguajes desconocidos. Cuida y reproduce vidas dignas de ser vividas. En resumidas cuentas, el virus lo convierte en una mejor humanidad.
O… el virus empuja al hombre a otro destino, un final que viaja al comienzo en un círculo sin ventana para escapar. La humanidad sale del agujero y regresa a la acera a arrancar orquídeas y todo lo que crece salvaje. Vuelve a ensuciar el cielo y, como el ángel de la historia, sigue caminando hacia delante con los ojos desencajados, confirmando aquello que puso en palabras hermosas Walter Benjamin: «Lo que llamamos progreso es, justamente, esta tempestad».