Cuando la semiótica arribó al campus de la universidad de Brown en los tempranos ochenta, Madeleine Hanna quiso indagar en esa suerte de moda intelectual que subyugaba a sus compatriotas. Para una fina degustadora de novela inglesa, aquel seminario que traía la novedad de nombres como Derrida, Culler y Eco no hacía más que atentar, casi con ligero resentimiento, contra la figura del autor y su responsabilidad en la genialidad de la obra. Hasta que descubrió a Barthes y su “discurso amoroso”, y bajo esa luz quiso leer –o más oportunamente, “deconstruir”– su relación con Leonard, un estudiante de ciencias de personalidad intensa, a veces retraída, a veces avasallante, siempre a merced de su veleidosa química interior. Un encantamiento contra el que Mitchell Grammaticus –otro estudiante aven...
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