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Ha muerto Hans Bunte, un funcionario destinado a dirigir el Instituto Goethe en Montevideo en momentos muy difíciles para el país: demostró que un organismo de penetración cultural de un país metropolitano puede no sólo dejar de ser un agente de alienación colonial sino cumplir además nobles funciones de apoyo a la resistencia.

Ha muerto el doctor Hans Bunte (1923-2014), una de esas figuras que ayudan a construir en silencio la mejor parte de la historia de los hombres. Fallecido el 30 de mayo de este año, había nacido el 2 de marzo de 1923 en Greifenberg, entonces territorio alemán, hoy Gryfice, territorio polaco en la Pomerania Occidental. Obtenido en 1941 su título de bachiller, fue llamado en 1942 por el ejército alemán para combatir en el frente oriental. Tras la derrota alemana, fue internado en una prisión estadounidense, y luego en una francesa cerca de Toulouse, donde fue destinado a realizar servicio social en una granja. En 1947 huyó hacia España, y tras una internación en el norte del país, pasó a trabajar en la construcción de una presa en Andalucía hasta fines de 1948. Allí se empezaron a definir sus opciones de estudios. En la Universidad de Hamburgo, donde se inscribiera en 1949, cursó filosofía románica y ciencias islámicas. En enero de 1956 obtenía su doctorado en filosofía con una tesis sobre El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría.

La inserción de Bunte en la estructura del Instituto Goethe se produjo el mismo año de su doctorado. Trabajó un tiempo en territorio alemán y en la apertura de la filial de Alejandría, Egipto. En 1961 fue designado director de la filial de México y entre 1962 y 1970 volvió a desempeñar cargos en territorio alemán. En Berlín se casó en 1967 con Marita, la doctora Margarete Voorgang-Gatteschi, con cuyo inteligente apoyo desarrolló su actividad hasta la jubilación. Luego vino el período al frente del instituto en Montevideo, y a continuación dirigió las filiales en Luneburgo, Lisboa y Murnau, desde donde se acogió a la jubilación. Jubilada también Marita, tras una estadía de trabajo en Sofía, Bulgaria, pasaron a vivir sucesivamente en Endingen, un pequeño poblado cerca de Freiburg, y en el pueblito bávaro de Eurasburg, acompañados por una notable colección de cuadros de pintores uruguayos que habían adquirido en sus años montevideanos.

Bunte estuvo 11 años al frente del Instituto Goethe de Montevideo, entre 1970 y 1980. ¿Por qué tanto tiempo, si los períodos de dirección son de pocos años? Pues porque él mismo pidió quedarse, en el entendido de que estaba cumpliendo una tarea útil a Uruguay. En sus primeros años, una manifestación relámpago arrasó en la Ciudad Vieja con su auto, que tenía chapa diplomática, quemándolo como símbolo de poder imperial. En consecuencia, quedaba sin vehículo, pues las reglas vigentes determinaban que no podía adquirir otro coche hasta transcurrido un plazo prudencial de un par de años. Bunte no se quejó. Por el contrario, y ante mi sorpresa, me explicó lo comprensible de las razones de los jóvenes manifestantes. Este gesto tenía otros concomitantes. Cada tanto, las “fuerzas del orden” visitaban al Instituto Goethe. Las consecuencias de tal gentileza eran imprevisibles. Bunte, que era bastante alto, se plantaba en la puerta y negaba el acceso invocando –con humor– que se trataba de territorio diplomático. El Instituto Goethe tenía un piano de buena calidad, que había cedido en préstamo al Auditorio Vaz Ferreira de la Biblioteca Nacional, para que pudiera haber allí actividad concertística. Cuando el régimen “cívico-militar” determinó la intervención de la Biblioteca Nacional (en la persona de Arturo Sergio Visca, que aceptó desempeñar ese triste papel), Bunte mandó retirar el piano y lo subió al altillo del local del Instituto, al que transformó en sala de audiciones. El régimen presionó a la embajada, pero Bunte no cedió.

Es más, Bunte organizaba actividades con artistas no problemáticos, pero también con artistas que estaban en la mira de la dictadura. Héctor Tosar estaba en la lista de los indeseables. Pues el Goethe anunciaba recitales de Tosar. Luis Batlle Ibáñez no podía tocar en salas del Estado. Pues el Goethe anunciaba recitales de Luis Batlle. Conviene recordar lo oscuro del negro de aquellos años, y aquilatar debidamente ese gesto de bocanada de aire que Bunte sabía hacer desde su Instituto, como lo seguiría haciendo su sucesor Hans-Ulrich Mühlschlegel a continuación, entre 1980 y 1986.

El punto central de su presencia montevideana fue entonces el apoyo –explícito e implícito– a los disidentes. Claro que esto, en otras circunstancias –con técnicas estadounidenses, por ejemplo–, podría significar el socavar un régimen antimperialista a favor del reinado del imperio. El orden imperial-colonial incluye, en su juego, una gran cantidad de piezas que van armando el complejo engranaje del sometimiento político-económico. Y la cultura es uno de los instrumentos que coadyuvan activamente para ese sometimiento. “Es más fácil venderle una locomotora a un ministro uruguayo que habla francés, que a un ministro uruguayo que sólo hable uruguayo”, rezaba un aviso de la Alianza Francesa en 1970.
Bunte supo estar en el punto justo de equilibrio. Sirvió a su República Federal de Alemania, sí, pero fue útil a la población de Uruguay. “Bienvenidos los intentos de colonización cuando a ese nivel se llevan a cabo”, escribí en Marcha el 8 de setiembre de 1972, hablando justamente de su gestión.

Muchas gracias, doctor Bunte.

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