Seguro que son pocos los que aún recuerdan los apodos el Conejo, el Cara, el Paraguayo, el Tartamudo, los nombres de Ricardito, Elisa, Raquel o Teresa, e incluso menos a los que les suene los de Dario, Edoardo y Marcello. De toda la danza de nombres y apodos que encarnaban los protagonistas de las sucesivas notas publicadas por María Urruzola en Brecha entre abril y junio de 1992, apenas son reconocidos –y en general no por los motivos expuestos en aquellos artículos– los del dueño de una agencia de viajes, un abogado vinculado al fútbol y, más lateralmente, un entonces famoso jugador, salpicado también de aquella tinta. Y sin embargo, esos nombres inquietaron la siesta autocomplaciente del Uruguay de 1992, cuando aquellos artículos fueron revelando las actividades de la organización de proxenetas nativos que llevaban mujeres uruguayas a Italia a ejercer la prostitución en condiciones de esclavitud. (Aún recuerdan los memoriosos el aviso recibido en Brecha dando cuenta de un quiosco de la ciudad donde las notas eran fotocopiadas para venderlas a menor costo que el del semanario completo). Es que en ellas no sólo se revelaba la actividad delictiva de un montón de sinvergüenzas –sobre todo hombres, pero también algunas mujeres–, sino que además quedaba claro que esa actividad sólo era posible por la participación, a distintos niveles, de policías, empresarios y profesionales.
Las cosas eran muy distintas en Italia y en Uruguay. Mientras aquí el paisaje era de silencios, omisiones y complicidades, en Milán varios de los miembros de la red fueron llevados a juicio, gracias al ímprobo trabajo y el involucramiento personal de tres policías judiciales italianos. A partir de una serie de crímenes que alertaron sobre las posibles relaciones entre ellos y el manejo de la prostitución, Edoardo, Dario y Marcello, en jornadas de nunca acabar, fueron ubicando, estudiando y analizando los hilos de la madeja delictiva que se concretaban en un sórdido cuadro de violencia y explotación en el que los responsables eran uruguayos. En medio de ese laberinto, como esbozada por un guionista experimentado, emergió la historia de una joven mujer que al igual que tantas había sido llevada a Italia para engrosar sin chistar, a costa de su cuerpo y su libertad, el bolsillo de los proxenetas, y que escondida por Edoardo, Dario y Marcello, después de una serie de gestiones que involucraron a diplomáticos y parlamentarios uruguayos, regresó al país acompañada de María Urruzola.
La cobertura periodística de María llegó luego al libro bajo el título El huevo de la serpiente. Tráfico de mujeres Montevideo-Milán en diciembre de 1992, y volvió a editarse en 2001 en Ediciones del Caballo Perdido con el agregado de dos capítulos, uno completando la historia de la joven de Milán y otro referido a los procesados en Uruguay. Beatriz Flores Silva, que ya había filmado La historia casi verdadera de Pepita la pistolera (1993) a partir de un artículo de Urruzola (“Sólo una mujer”), usó como base de su guión parte de la historia de aquella muchacha para el largometraje En la puta vida (2001), que popularizó el caso al convertirse en la película uruguaya con mayor audiencia de toda la historia.
Hoy el sello Planeta vuelve a editar el libro con el agregado de una tercera parte, donde en cuatro capítulos la periodista pone al día lo que pasó con la joven de Milán y con ella misma. Las tres primeras partes alternan capítulos titulados con los años, 1990 y 1992, fundamentalmente, pero aparecen algunos correspondientes a 1991. Todos los 1990 corresponden a la investigación llevada adelante por los tres carabinieri italianos trabajando bajo las órdenes –pero desobedeciéndolas a menudo– del procurador Griguolo, revelando al lector –al igual que le sucedió a María Urruzola, que da constancia de ello– que existen policías con un sólido sentido moral de su trabajo. Los 1992 son los que ubican a María en contacto con ellos –contacto propiciado por el periodista de La Repubblica Luca Fazzo–, en el Palacio de Justicia de Milán, estudiando los voluminosos expedientes que consignan seguimientos, escuchas telefónicas, procedimientos, toda la maraña preparada trabajosamente para poder llevar a juicio a al menos una parte de los responsables de que un montón de mujeres uruguayas se prostituyeran en las calles italianas, despojadas de todos sus derechos, incluso el de portar documentos, manejar el dinero ganado con su “trabajo” y hasta de confraternizar o al menos conversar entre sí. Y también esos 1992 corresponden al encuentro de María con “la joven de Milán”, propiciada por los carabinieri, y el accidentado regreso al Uruguay de ambas, tan accidentado que hasta la presencia y autoridad de una diputada y del mismísimo ministro del Interior se las vieron negras para desarmar las trampas de esos –tan diferentes a los italianos– policías compatriotas.
Es un recuento que a veces se vuelve confuso –en virtud de la cantidad de nombres, apodos, datos–, de peripecias que atraviesan distintas circunstancias y percepciones, al que no ayuda a clarificar el novelesco procedimiento de alternancia de tiempos. No deja, sin embargo, de ser un recuento apasionante. Que revive el empeño, y quizá la locura, de un pequeño grupo –tres policías, una periodista, una muchacha que se atrevió a rebelarse, todos entonces muy jóvenes–, en una cruzada con acotado “final feliz”. La tercera parte, confesional e intimista, agregada en esta edición, esboza un remate personal de las trayectorias vitales de la muchacha de Milán y de la autora. Que no es remate, ni final feliz, porque la serpiente sigue poniendo huevos, y la impunidad, tan campante.