A partir de la creación del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, en 1990, fueron necesarios 18 años para lograr la aprobación de una ley que hiciera del ordenamiento territorial un asunto de interés público y estableciera los compromisos institucionales fundamentales en la materia. Dieciocho años, voluntad política y mayorías parlamentarias. A iniciativa del ministro Mariano Arana, ello sucedió hace apenas 15 años.
La ley no solo constituyó un freno al tradicional vale todo, que hacía factible hacer cualquier cosa en cualquier lugar. También tomó los recaudos necesarios para que comenzáramos a anticiparnos a los hechos. En efecto, la ley tuvo el buen tino de establecer que «el ordenamiento territorial es una función pública que se ejerce a través de un sistema integrado de directrices, programas, planes y actuaciones de las instituciones del Estado».
Viejo anhelo de la academia, la ley nos obligó a elaborar un pensamiento anticipador y, a la vez, a construir de manera colectiva un proyecto para el territorio. Digámoslo sin tapujos: la ley nos obligó a planificar y a hacerlo, además, apuntando al logro de ciertas finalidades muy concretas, que define como «mantener y mejorar la calidad de vida de la población, la integración social en el territorio y el uso y aprovechamiento ambientalmente sustentable y democrático de los recursos naturales y culturales».
Los caminos de la ley no han sido sencillos. Ni para construir la institucionalidad necesaria ni para consensuar las visiones estratégicas que nos permitan cumplirla. Desde su misma promulgación, variados intereses sectoriales actuaron sin descanso en pos de su derogación total. Esta vez, a través del artículo 299 del proyecto de rendición de cuentas, el gobierno propone modificar el artículo 34 de la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible, quitándole la frase que dispone que solo se podrá transformar un suelo [es decir, modificar su categoría] […] en áreas con el atributo de potencialmente transformable». Con ello se pretende neutralizar un aspecto clave de la ley. Se pretende que los planes y otros instrumentos de planificación ya no planifiquen más y no definan dónde y cómo conviene transformar o no los distintos suelos y promover o impedir sus variados usos posibles.
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¿Es necesario aclarar que los objetivos propuestos por la ley excluyen todas las iniciativas que sean incongruentes con ellos? Planificar consiste en establecer el mejor camino o el más adecuado o, incluso, en ciertas circunstancias, el único posible. En cualquier caso, implica establecerlo explícitamente y, además, asociarle las políticas públicas necesarias para transitarlo de la mejor manera.
El ordenamiento territorial para el desarrollo sostenible implica que no todas las actividades pueden localizarse y realizarse en cualquier lugar. Tampoco pueden hacerlo de cualquier manera. La ley establece que «el suelo se podrá categorizar en rural, urbano o suburbano» y que dicha categorización «se ejercerá mediante los instrumentos de ordenamiento territorial». Estos también «podrán delimitar ámbitos de territorio […] potencialmente transformables», cuya transformación solo podrá concretarse a través de los llamados programas de actuación integrada.
Planificar no solo consiste en anticiparse al futuro, sino en comenzar a modelarlo desde ya. Para ello proyectamos un futuro socialmente acordado y lo concretamos en un plan de ordenamiento territorial. Ordenamos el territorio para vivir más y mejor. Nuestro proyecto, de acuerdo a la ley, contribuirá a potenciar nuestras vidas y nuestro relacionamiento socioambiental. En ese marco tan preciso, es evidente que no todas las iniciativas son aceptables, ni tampoco lo son todas las maneras de hacer. Deberíamos tener muy claro que todo territorio puede morir o, incluso, ser asesinado. También, tener muy presentes nuestros actuales problemas con el agua potable y el hecho nada menor de que se producen en un entorno geográfico cuya riqueza hídrica es, desde siempre, excepcional.
Establecer una regla general que permita transformar cualquier suelo es la mejor manera de neutralizar la ley en sus efectos fundamentales. Y es eso, justamente, lo que propone la rendición de cuentas elevada al Parlamento. La propuesta, sin matiz alguno, nos hace volver al viejo territorio de los buenos negocios. Habilitar la transformación de cualquier suelo es lisa y llanamente transformar el territorio en una lotería. En términos ambientales, es una barbaridad y, en términos territoriales, un despropósito.
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No es, como señalé antes, el primer intento de esto. En la campaña electoral de 2009, apenas un año después de su aprobación, el candidato Lacalle Herrera prometió aplicar una motosierra a la ley de ordenamiento territorial. Felizmente para nosotros, meros habitantes, la ciudadanía no le brindó la oportunidad.
Once años después, aunque renovaron el personal, volvieron con sus viejas ideas. Si derogar la ley ya no parecía posible, modificarla sí lo era. Si bien la Ley de Urgente Consideración no incluyó cambios en la ley, sí lo hizo en su instrumentación institucional. Con ellos lograron alejar ambiente y territorio. No recuerdo si lo hicieron para facilitar trámites y gestiones, como proponen a menudo en relación con las «pesadas» regulaciones del Estado, o por entender que se trataba de materias autónomas.
¿La tercera será la vencida? Para el actual director de la Dirección Nacional de Ordenamiento Territorial, «se trata de darle un cariz de realidad a la ley», ya que «a veces […] algunos gobiernos departamentales buscan obviar el trámite de los instrumentos, y con un decreto de la junta departamental lo hacen sin el procedimiento» (La Diaria, 17-VII-23). Curioso razonamiento. Y si los inversores quieren hacer negocios que la ley no permite o se los encarece con procedimientos y otras garantías que entienden innecesarios… ¡cambiémosla para permitírselos y para que puedan hacerlos en tiempos, financieramente hablando, razonables! Y visto que la ley no se cumple, ¡cambiémosla para que se adapte a la realidad o para que, al menos, así lo parezca!
El territorio pensado en todas sus dimensiones, no solo como una construcción pasada que hemos heredado y hoy administramos, sino también como un presente que nos desafía, o como un futuro que solo podemos alcanzar si nos lo proponemos, ese territorio ganó con la ley y con todo lo que de ella derivó: planes, programas, proyectos, audiencias, estudios, debates… que, además, lo han hecho mucho más democrático.
La propuesta del gobierno pretende debilitar la ley y facultar al mercado y sus inversores a ocuparse del diseño del territorio, que no seamos nosotros, sus habitantes, los constructores de nuestro propio porvenir. Se trata de una pésima propuesta.