En una entrevista reciente el traductor al francés de gran parte de la obra del alemán Peter Handke señala que lo que complejiza y dificulta, en algunos momentos hasta la angustia, la tarea de traducir no es precisamente el desafío de la página en blanco –algo tan mentado desde siempre por los escritores–, sino el de la página llena de un decir extranjero que exige se la traslade, con la mayor equivalencia y adecuación posibles, al nuevo idioma de la traducción.1 Y a esto cabría agregar que esa angustia embarga con frecuencia no sólo al autor de la traducción, sino también al lector de traducciones, que se pregunta con pertinencia y a cada paso, a cada renglón, si lo que está leyendo guarda o no relación –palabra imprecisa si las hay– con lo que el autor se propuso enunciar en otra lengua....
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