Sacudida ante una escena extrema –y dos, y tres, y cuatro–, de esas que hieren la sensibilidad propia sin que dejen de vivirse como ajenas, la sociedad transformó en monstruo a un ser humano –y dos, y tres, y cuatro hombres, en cuestión de meses, semanas o días, mutaron en bestias–. La reacción no es extraña y hasta puede ser catalogada de “normal” o “saludable”. Sin embargo, detrás de ese miedo por el peligro que azota a la vuelta de la esquina o en el jardín vecino, se asoman, sin sigilo, otros dos riesgos. Al “enfermo” que, cual cáncer social, se desea extirpar, se lo termina por “desresponsabilizar” de sus actos: un loco no puede ser juzgado por su comportamiento. Tampoco el que observa, indignado pero sin interpelarse a sí mismo, tiene margen de maniobra para cuestionar qué cultura, q...
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