Todos sabemos de esa manía que nos impulsa a sacar un tipo de foto en la que todo está bien. Hacemos presente –y para siempre– un mundo ideal: la mejor versión de mi cuerpo, de la pareja, de los hijos, del grupo familiar. La afirmación del instante que luego de la foto –y no necesariamente antes– representará, para cualquiera que la vea, un instante feliz. El goce ocurre en el momento de la escena o la reproductividad en las redes; no existe antes o después. La compulsión de hacerlo, una y otra vez, sugiere a cualquiera que lo piense, sin necesidad de que haya estudiado psicología, que estamos frente al mensaje inverso: algo no está bien en nuestras vidas si queremos expresar todo el tiempo lo bien que estamos. Cada vez hay menos fotos de lo cotidiano porque una «buena foto» es aquella que cumple con nuestra necesidad de borrar la cotidianidad. Si comparamos fotos de hoy con fotos de nuestros abuelos, se notan las diferencias: ellos no necesitaban demostrar que eran felices, solían posar serios, incluso a veces tristes, porque no se sentían obligados a sacarse de encima la seriedad o la tristeza para la foto.
Se trata del paso del tiempo. O, mejor dicho, de cómo lo percibimos de acuerdo con la aceleración constante que nos demandan el trabajo, la producción y el consumo. Un tiempo que se agota en muchos sentidos: el más objetivo (aquel que nos presta la Tierra para alojarnos) y el más subjetivo (nuestra cercanía a la vejez y la muerte). Necesitamos detener el tiempo y alejar la certeza de que no vivimos la vida en su mejor expresión; esa vida que también conocemos y cuyas propiedades mensurables (si fue un rato, un día o una hora) no afectan a su esencia; a los mejores momentos de nuestras vidas nunca les importó su duración. Puesto que nuestro único parentesco con la eternidad se encuentra en crisis, ensayamos diversos simulacros: nos hemos hecho adictos al consumo y a la novedad, porque lo nuevo es un fetiche sin tiempo. Y a lo que ya es parte de nosotros y contiene su irremediable duración, lo detenemos en el espejo del celular: la sonrisa, la edad, la época, el sol que se agota en el horizonte… Le robamos al tiempo soberano, opresivo, regidor absoluto de nuestras pobres vidas, un clic, un segundo maravilloso de mentira.
Si la producción, el consumo y el paso mensurable del tiempo dominan nuestras vidas es porque están íntimamente relacionados con la explotación. Y, como dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han respecto de nuestra autoexplotación: somos seres que debemos rendir cuentas de cuánto producimos en un tiempo determinado, pero esa cuenta hoy la presentamos ante nosotros mismos, ante nuestra conciencia. Es que sabemos (mucho mejor que cualquier capataz, gerente o patrón) cuánto hemos rendido y si lo hemos hecho bien o no. Para ser más eficiente o para corregir los errores que frenan la productividad necesitamos dos cosas insustituibles: conocimiento productivo y tiempo productivo. Tiempo que nos acostumbramos a medir, a administrar obsesivamente hasta hacernos particularmente sensibles a su escurrimiento.
En breves hiatos de lo que realmente «tenemos que hacer», escenificamos el tiempo inconmensurable que ya casi no tenemos, pero que sabemos que consta, esencialmente, de amor y amistad. Por eso la foto no es absolutamente falsa: expresa el deseo de una buena vida a la vez que su imposibilidad. Acostumbrados a medir el tiempo, sabemos que ninguno de esos momentos se compara en extensión con el de nuestra productividad. Nos vemos trabajando a horario completo (aun cuando descansamos) en busca de alguna hora en la que experimentemos de forma real y palpable que nos hemos liberado del trabajo: como tal cosa es imposible, lo escenificamos, ponemos el cuerpo y toda materia a disposición para cumplir ese deseo.
Marx dijo en Manuscritos económicos y filosóficos, de 1844, que el trabajo asalariado hacía que el momento de mayor creatividad –el momento del trabajo– fuera vivido por los seres humanos como si fueran animales y el descanso –cuando no sería necesario desplegar tales potencialidades– se había vuelto el momento en el que expresar, infructuosamente, su esencia humana. Sin embargo, el capital ha logrado atrapar la creatividad humana e incluso buena parte de nuestra natural disposición política (con el coaching y toda esa mierda) y ponerlas a trabajar. La alienación continúa sin cambios frente al producto, pero algo se ha venido modificando con respecto al trabajo mismo: hay una diferencia importante desde el momento en que el compromiso por aumentar el lucro, ser eficiente y creativo es asumido como imperativo moral por los propios trabajadores. Tan obsoletos resultan hoy –en las organizaciones empresariales de nuevo tipo– la represión empresarial y el panóptico que buena parte del trabajo creativo se realiza durante el almuerzo o en el inodoro, a instancias del propio trabajador. En realidad estamos ante una alienación aún mayor: el trabajador, como Fausto, ha vendido su alma al diablo no para lograr conocimiento ilimitado, sino todo lo contrario: para desconocerse a sí mismo creyéndose un capitalista.
La condición material de trabajo socializado ha sido sustituida por la condición –no menos material– de individuos que compiten entre sí en el medio laboral. El empresariado ha reinventado el término colaboración (trabajo en equipo, etcétera) para reafirmar la condición individual del trabajo. A fin de cuentas, según esa perspectiva, ya no debería hablarse de trabajadores en general, sino de cada trabajador individualizado, tratado y evaluado constantemente con el fin de borrar sus semejanzas y poner en competencia sus diferencias. Con la agencia de diversos organismos internacionales, el empresariado ha logrado también trasladar literalmente esos objetivos a la educación (donde dice trabajadores debe decir educandos). Todo esto penetra en nuestras subjetividades con suficiente fuerza como para concebirnos «empresarios» de nuestras propias vidas a tiempo completo.
Tal como lo vio Marx, los nuevos trabajadores asumen como propia la ideología dominante, pero con un agravante: están, en buena medida, impedidos de verse a sí mismos como «clase en sí» (condición necesaria para verse como «clase para sí»). La subjetividad de los trabajadores, asumiéndose capitalistas, se «realiza» en la empresa como si fuera propia (siempre me imagino la maligna sonrisa de los verdaderos capitalistas ante el afán empresarial de sus pobres empleados). O, lo que es aún peor, inician pequeños nuevos «emprendimientos», la mayor parte de las veces extenuantes y depredadores de tiempo, explorando nuevos nichos de ganancia: trabajo gratis para los capitalistas monopólicos, que finalmente terminan apropiándose de las pocas exploraciones de éxito.
Podríamos pensar que todo lo dicho pinta mejor a las sociedades «desarrolladas» que a las nuestras. Sin embargo, a nuestros progresismos les está costando demasiado imaginar otros horizontes. Creen que «el desarrollo» (siempre uno y el mismo) es una «etapa necesaria» y, por lo tanto, promocionan, igual que las derechas, el conocimiento productivo y el tiempo productivo como pilares de la organización social cuando, en realidad, son los pilares del capital. Unos y otros (más allá de sus intenciones) alimentan la misma máquina de alienación sobre nuestras condiciones de vida y la actual (y en curso) aniquilación de la vida sobre el planeta.
Pero ninguna máquina funciona sin resistencias, desgastes u obsolescencias. En primer lugar, porque el salario (en general) nunca alcanza el nivel que merecerían quienes tan abnegadamente se preocupan por el futuro de su empresa; de hacerlo, los capitalistas no obtendrían las enormes ganancias que obtienen. En segundo lugar, porque buena parte del trabajo de la periferia del mundo se realiza en condiciones que aún favorecen la conciencia social del trabajo por sobre su individuación. Pero también, porque todos sabemos que otra vida es posible y en forma de resquicios, de interrupciones o de deseos insatisfechos se nos cuela ofreciéndose, como duda, como posible, pero también como ira y rebelión.
Toda forma de organización social llega a su fin cuando la conciencia de la infelicidad colectiva crece más allá de lo soportable. No creo que falte mucho para que eso ocurra con el capitalismo. Vendrá entonces, esperemos, el tiempo en que los trabajadores saquen la foto de sus vidas realmente vividas y no las que simulen felicidad para ocultar tanta infelicidad. Vendrá también, como quiso Marx –si es que la Tierra aún nos da tiempo–, el momento de hacer del trabajo una parte más de la vida buena.