El apoyo del diputado y líder del Partido Ecologista Radical Intransigente (PERI), César Vega, a la candidatura de Laura Raffo para la Intendencia de Montevideo causó un considerable jolgorio en filas del frenteamplismo. No fueron pocos los militantes que festejaron con burlas hacia el dirigente o sus votantes (con una suerte de «yo te lo dije, ¿viste?»). Ese era el tono para cobrar viejas cuentas o quizás los votos fugados «por izquierda» (33 mil) que también conspiraron contra el triunfo electoral del Frente Amplio. Como era de esperar, la imagen del ingeniero agrónomo obsequiándole una frondosa acelga a una rozagante economista fue la preferida para diseñar una variada colección de memes (para colmo, el diputado proporcionó un nuevo bocadillo en la conferencia de la adhesión, con aquello de que una mujer intendenta dejaría más limpia la ciudad por una especie de obsesión con la limpieza propia del género). Es así que una vez más la cuestión ambiental, tan decisiva hoy en los centros y en las periferias del castigado planeta Tierra, resulta fagocitada bajo el influjo del personaje o de la performance. Y todo termina en el chascarrillo autocomplaciente, cuando más bien debería ser preocupante que asuntos para nada frívolos como el monocultivo forestal, los agrotóxicos o la depredación de los recursos naturales terminen siendo reivindicados por políticos histriónicos (César Vega, Gustavo Salle, Eduardo Lust) o exmilitares conservadores que echan mano de un soberanismo patriotero o de un derechismo populista (Guido Manini y su séquito).
Si se hace el intento de salir un poco del ruido mediático, la orfandad que caracteriza a la agenda ambiental en Uruguay, incluso en comparación con los países vecinos, debería inquietar un poco más. Porque, más allá de los estilos de los dirigentes citados, no es que en América Latina ninguno de sus planteos carezca de asidero ni que los niveles de expoliación y degradación provocados por la economía de mercado y el neoextractivismo no se expresen en un crudo muestrario, para nada romántico.
El ninguneo desde filas izquierdosas a quienes reivindican estos asuntos podría incurrir en dos errores. El primero supone la falacia de sostener que el ambientalismo inexorablemente termina emparentado con la derecha. Es cierto que en Europa existen algunos ejemplos de partidos verdes que apoyaron gobiernos de centroderecha (el caso más ilustrativo quizás sea el de Alemania), o que, en Brasil, la escindida dirigente del Partido de los Trabajadores, Marina Silva, ensayó un derrotero bastante alejado de lo que podría ser un programa de izquierda. Pero el uso de estos ejemplos incurre en ese sesgo partidocrático que tanto afecta al debate político oriental, porque en América Latina los movimientos de la izquierda social y ambientalista sí que han sabido enfrentarse con el poder establecido o el gran capital. Chico Mendes y Berta Cáceres son quizás dos de los nombres más presentes en la memoria popular de las tres últimas décadas, pero cientos de militantes ambientalistas han sido asesinados cada año, principalmente en el sur del planeta, en lo que alguna vez se supo llamar el tercer mundo. Maristella Svampa recuerda que el 60 por ciento de los asesinatos de defensores del ambiente cometidos en 2016 y 2017 ocurrieron en América Latina, el continente más desigual. Las luchas que por estos lares son infantilizadas, asociadas hasta el ridículo con ingenuos aldeanos rodeados de lechugas, o cuanto menos folclorizadas, en otros países han tenido que ser defendidas con el cuerpo, a costa de represión, cárcel y muerte. En esas comunidades, poco visibles para la tuitósfera y demás redes mediáticas nacionales, existen movimientos que, además, sincronizan su lucha con la de otros colectivos anticolonialistas y anticapitalistas, que difícilmente podrían ser tildados de derecha. La denominación de origen de «izquierda» no es privativa de aquello que está respaldado por una personería jurídica o un estatuto partidario.
En segundo lugar hay como una suerte de autosuficiencia o de liviandad al creer que solamente un partido como el Frente Amplio puede reivindicar una agenda «medioambiental» o «sostenible» o «verde», como tan superficialmente se la suele bautizar. Palabras como esas están en boca de todos, casi como un mantra, pero es muy ilustrativo cómo esta discusión –que, en definitiva, está sumamente imbricada con la economía, los derechos humanos, la salud, la igualdad, y, en su versión más robusta, con un cambio del sistema de producción hegemónico– está convenientemente romantizada o nunca es asumida a fondo. Aun cuando la crisis del coronavirus volvió a poner en evidencia la interconexión de la emergencia de patógenos con la depredación de los ecosistemas y la esencia de una crisis civilizatoria. Ahora, hasta la Unión Europea acaba de condicionar un porcentaje de la ayuda financiera pospandemia a la implementación de medidas para paliar el cambio climático. Pero en Uruguay el asunto no ingresa a los vasos capilares de la sensibilidad mediática, a pesar de que cada vez son más quienes se expresan políticamente en el ambientalismo, en sus diferentes vertientes. Sólo cuando las playas se tiñen de verde alga en enero y atentan contra los chapuzones y el turismo o, esporádicamente, cuando algún trabajador paga ya tardíamente las consecuencias del manejo de plaguicidas, los titulares se hacen eco del asunto. En la órbita del Frente Amplio, basta con repasar los cortocircuitos pasados entre ministerios (Dirección de Medio Ambiente versus Ganadería), entre la academia y los tres gobiernos, y ver el débil perfil que tienen sus referentes, para advertir la escasa maduración de estos tópicos. Algunos expresidentes tendieron más bien a infantilizar a los reclamantes (piénsese en el ninguneo experimentado por el grupo Guayubira en épocas de ramplón chauvismo pro Botnia o, más recientemente, el sufrido por los movimientos opuestos a Aratirí, el fracking o UPM 2). En ocasiones, se ha dirigido la mira a la participación de militantes blancos y colorados en esos movimientos, como si la coalición que gobernó durante 15 años no hubiera nacido como un frente policlasista o no hubiese acumulado fuerzas en concertaciones, incluso integradas por empresarios de pertenencias ideológicas pasadas bastante más complicadas.
En el más especulativo terreno electoral, en 2019, los partidos chicos con mayor componente antisistema y las posturas abstencionistas sumaron más de 150 mil votos. Cabildo Abierto, que como ya se dijo antes aloja en sus filas a militantes con un discurso contrario a la extranjerización de la tierra y el capital transnacional, nucleó casi 270 mil votos (más allá de que, obviamente, su caudal variopinto no se explica sólo en eso). Una buena parte de los votantes de los partidos fundacionales (piénsese en el discurso del Ciudadanos original) tampoco se siente ajena a alguna capa de la cuestión ecológica. Esas banderas existen: alguien las seguirá tomando dentro y fuera de la partidocracia, y las nuevas generaciones son muy afines a ellas. Esto es algo que en el Frente Amplio, seguramente, puede llegar a preocupar a quienes miden todo a pura calculadora. Pero, de repente, aquellos que aún ven la política como una forma de concebir otros mundos posibles, o, al menos, dentro de la militancia no han desistido de la idea de cambiar los códigos de un sistema de mercado injusto y depredador, pueden ser algo más incisivos. Por eso también es posible que una buena porción de actuales y pasados adherentes del Frente Amplio se pregunte qué es lo que ese partido está pensando de aquí a mediano plazo para proponer un horizonte que trascienda a un proyecto excesivamente dependiente de la inversión multinacional extractiva, la presión inmobiliaria sobre la faja costera o la agricultura intensiva con su invisible ristra de pueblos fumigados.