Los conocimientos que tradicionalmente denominamos como científicos juegan un papel fundamental tanto para comprender como para resolver urgencias como la contaminación o la pérdida de biodiversidad. Si ese saber es excluido o sus voceros son acallados, tendríamos unas políticas ambientales inefectivas.
La postura de Donald Trump en Estados Unidos o de Jair Bolsonaro en Brasil ejemplifican tanto la negación del saber científico como el ataque a los académicos. Ahora debemos preguntarnos si algo similar no podría ocurrir en Uruguay, a partir de lo que puede describirse como un embate en dos frentes. Por un lado, desconocer el aporte provisto por técnicos, incluso los del propio Estado, y, por el otro, lanzar una demanda penal contra dos académicos por haber compartido sus saberes especializados.
En el primer frente, el ministro de Ambiente, Adrián Peña, parece desestimar el aporte científico o simplemente no lo entiende. Acaba de firmar una autorización para obras en José Ignacio, en Maldonado, a pesar de que los técnicos de su ministerio reportaron que debía ser denegada, tal como informó Brecha (véase «El juego sin fin», por Mónica Robaina, 19-VIII-22). No hay nada ilegal en ello, ya que los permisos ambientales finalmente responden a una decisión política en nuestra normativa. Pero las implicaciones son graves, ya que se muestra que, aun bajo el consenso de una evaluación que muestra impactos ambientales severos o que no pueden ser mitigados, ese ministro podría igualmente firmar autorizaciones. Sorpresivo incluso, porque Peña no cuenta ni con la formación ni con la experiencia en materia ambiental como para justificar que decida en contra de sus expertos.
Hace muchos años que no ocurría algo como esto. El último caso destacado tuvo lugar en 2002, cuando lo que en aquel tiempo era el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente estaba en manos de herreristas: Carlos Cat como ministro y Antonio Chiesa como director de Ambiente. Los técnicos de la cartera se habían manifestado en contra de construir una represa en el arroyo Mandiyú en tanto desaparecerían unas 700 hectáreas de monte nativo. Pero esos jerarcas políticos de todos modos firmaron la autorización y ante la avalancha de críticas respondieron que los informes de sus técnicos eran «opiniones al fin».
Que eso se repita hoy nos regresa a la debilidad institucional de 20 años atrás. Si persiste la discreción ministerial sobre los informes de sus funcionarios, hay que preguntarse cuál es la finalidad de contar con técnicos y laboratorios. No es un hecho aislado, porque Peña también desestimó esa asesoría manteniendo el decreto que redujo las exigencias para la cacería. El ministro tampoco duda en declarar que la intención de proveer agua desde el Río de la Plata no es una amenaza ambiental, a pesar de que académicos de la Universidad de la República (Udelar) y de OSE sostienen lo contrario. Son posiciones que erosionan los roles de los técnicos ministeriales (¿para qué esforzarse en evaluaciones y controles ambientales si finalmente la decisión la tomará el político de turno sentado en el sillón ministerial?, podría pensar más de uno).
En el otro frente, otra vez aparece Maldonado, y en este caso la intendencia inició una demanda penal por falso testimonio contra dos respetados académicos, Omar Defeo y Daniel Panario, por sus observaciones sobre los impactos ambientales de obras en la rambla de Punta Colorada. Hasta donde puede saberse es la primera vez que se busca penalizar a quienes brindan información sobre riesgos e impactos ambientales. El conocido abogado Juan Ceretta, de la Clínica del Litigio Estratégico de la Facultad de Derecho, que representa a los vecinos de Maldonado, sostiene que esa demanda es una «actitud lindante con la persecución y el acoso». No serán pocos los que entenderán que se busca amedrentar a otros técnicos, un intento de disciplinamiento ante las crecientes reacciones ciudadanas en defensa de la costa para que no se repitan los reclamos judiciales.
De este modo se opera en esos dos frentes, como si fuera una pinza que estrangula el papel de la ciencia. Se vuelve más difícil y riesgoso para la sociedad civil contar con el asesoramiento científico independiente para determinar los impactos ambientales que padece, y a la vez es más sencillo para el poder empresarial o político desatender reclamos. Incluso si logran el acuerdo de los técnicos del Ministerio de Ambiente, de todos modos el ministro de Ambiente podrá decidir en sentido contrario. Agrava más la situación el debilitamiento del sistema científico y de la Udelar por los menguados financiamientos previstos por la actual rendición de cuentas.
Estos hechos, a la vez, pueden ser interpretados como propios de un negacionismo científico, algo así como un «trumpismo criollo». Para dejar más en claro la cuestión puede hacerse una analogía con la salud pública: es como si una intendencia demandara penalmente a dos médicos que alertaron sobre posibles impactos sanitarios, y es como si un ministro de salud, que no es médico, sino empresario, firmara un permiso en contra de lo que le indican sus expertos médicos.
Debe tenerse bien en claro que el aporte científico ha sido fundamental para desentrañar problemas ambientales: basta como ejemplo el drama del cambio climático o la destrucción de la capa de ozono. Pero, además, juega roles indispensables en diseñar medidas de protección ambiental. Eso no implica reconocer que existen debates en su interior, como ocurre, por ejemplo, sobre las bondades o los perjuicios de los agroquímicos. Pero es el propio esfuerzo científico el que resolverá esas disputas, y eso no ocurrirá ni desde los juzgados ni desde los ministerios.