Dos blindados de la Otan montan guardia en la entrada de un camino secundario. Es apenas una muesca en la carretera que corta la llanura de Kosovo. Arrugada cinta de asfalto por la que los camiones se atropellan a bocinazos para llegar a tiempo con su mezcla de comercio y contrabando. Si se deja el pasaporte con los soldados y se atraviesa el umbral, se abre un mundo bucólico y pastoril. Su atmósfera silenciosa está en las antípodas del tráfico furioso y del humo de los escapes que parece haber quedado clausurado por una pared invisible. Es el Patriarcado de Pec. Ahí, en esa isla sitiada por una población hostil, un puñado de monjas de pocas palabras custodian “el alma de Serbia”.
El tránsito estridente de la ruta cercana parece reclamar patente de realidad en oposición a la imagen...
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