El patrón de la vereda - Semanario Brecha
La guerra en Ucrania, Estados Unidos y sus «protectorados» europeos

El patrón de la vereda

El boicot a las posibilidades de un alto el fuego confirma quién es el beneficiario de la guerra.

↑ El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en la plaza Constitución, en Kiev, el 20 de febrero, junto a una placa en homenaje a Biden. AFP, PRESIDENCIA DE UCRANIA

Cuando la Guerra Fría terminó, hubo en Europa occidental quienes pensaron que había llegado, por fin, la hora de una reconfiguración autónoma de la región por fuera de la hegemonía estadounidense. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), nacida como un espacio presuntamente defensivo para hacer frente a la Unión Soviética, había perdido toda razón de ser, y podía, en principio, surgir un nuevo tipo de instancias que integraran al menos política y económicamente a la Rusia descomunizada, decían. Pero esa Europa con capacidades defensivas propias y liberada de la tutela estadounidense, que tirios y troyanos proyectaban que se consolidaría en torno al eje Francia-Alemania, nunca vio la luz más allá de algunos espasmos aislados (el mayor fue quizás el rechazo conjunto de París, Berlín y Moscú a la intervención estadounidense en Irak, allá por 2003). La guerra de Ucrania ha hecho desaparecer hasta los hipos.

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A lo largo de este año se han ido produciendo hechos (declaraciones de figuras de primer orden, revelaciones, investigaciones periodísticas o académicas) que muestran la dimensión de lo que algunos llaman la «dimisión europea» ante el gran hermano «americano». Entre ellos está el reconocimiento por parte del expresidente francés François Hollande y la exjefa del gobierno alemán Angela Merkel de que los protocolos de Minsk de 2014-2015, que debían poner fin al enfrentamiento en Ucrania entre sus dos mitades –la de habla rusa del este del país y la «occidentalizada»–, habían sido para los europeos del oeste una pura salida táctica para permitir al gobierno de Kiev «ganar un tiempo precioso» para rearmarse militarmente. Merkel lo dijo a comienzos de diciembre en entrevista con Die Zeit; Hollande lo confirmó a fin de año a la publicación ucraniana The Kyiv Independent. Los protocolos de Minsk I y Minsk II habían sido negociados por Rusia y Ucrania, con Alemania y Francia como países garantes. El segundo, alcanzado en 2015 tras el fracaso del primero y redactado por los representantes de Berlín y París, estipulaba no solo un alto el fuego, sino el armado de una suerte de Ucrania federal.


Pero la firma de los acuerdos le dio a la OTAN el tiempo necesario para reestructurar las Fuerzas Armadas ucranianas, admitieron Merkel y Hollande. En Kiev desembarcaron instructores polacos, ingleses y estadounidenses, y las tropas ucranianas nunca dejaron de bombardear el Donbás, sin que Francia y Alemania, garantes del cumplimiento del pacto, reaccionaran. Según cifras de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, bajo cuyo paraguas se desarrollaron las negociaciones que condujeron a los acuerdos de Minsk, entre 2015 y 2022 hubo en Ucrania unos 14 mil muertos, la gran mayoría de ellos en las zonas de habla rusa. Moscú denunció un «genocidio» de los que considera sus «compatriotas». «La duplicidad con la que Francia y Alemania llevaron a cabo las negociaciones de Minsk toma ahora su lugar en la larga historia de la deshonestidad de Occidente en sus tratos con Rusia desde que James Baker, el secretario de Estado de George W. Bush, prometió a Mijaíl Gorbachov en febrero de 1990 –en conversación, no por escrito– que la OTAN no se expandiría hacia el este desde Alemania», escribió el mes pasado (El Viejo Topo, 18-I-23) el ensayista y columnista estadounidense Patrick Lawrence, excolaborador de publicaciones como el International Herald Tribune y The New Yorker. Lawrence se sumaba así a consideraciones similares de investigadores independientes y hasta de dirigentes políticos occidentales, estadounidenses incluidos (véanse, en Brecha, «Hacia el este y más allá», 22-VII-22, «Rumbo al norte», 20-V-22, y «El vacío sumiso», 15-XII-22).


Las declaraciones de Merkel y Hollande no tuvieron mayor repercusión en la prensa occidental. En algunos medios alemanes se especuló con que la excanciller, que durante sus 16 años de gobierno llegó a ser considerada una dura en la defensa de los «valores occidentales», las había formulado porque en los últimos tiempos había ido perdiendo popularidad por su supuesta tibieza ante Vladimir Putin, fundamentalmente tras la anexión de Crimea por Rusia en 2013. Putin encontró a su vez en los dichos de la democristiana germana y el socialista francés un aval a su visión de los políticos occidentales: «Son falsos. Creímos que iban a respetar los acuerdos, pero desde un inicio no pensaban hacerlo. La historia se repite», dijo días atrás.

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Harald Kujat es un general retirado alemán. Fue presidente del Comité Militar de la OTAN, del Consejo OTAN-Rusia y de la Comisión OTAN-Ucrania del Estado Mayor Conjunto de la Alianza. No es, precisamente, una figura de segundo orden y menos que menos un aliado de Rusia o un putinista. A fines de enero Kujat habló con la revista Zeitgeschehen im Fokus (versión española de la entrevista en Ctxt.es, 27-I-23) y sugirió que lo de Merkel y Hollande confirma que desde el comienzo del conflicto en Ucrania había en Occidente una voluntad dominante de ir a la guerra. Y una alta dosis de hipocresía. «Los que querían hacer la guerra desde el principio, y siguen queriéndola, han adoptado por la postura de que no podemos negociar con Putin porque de todos modos no cumplirá los acuerdos. Ahora resulta que somos nosotros los que no respetamos los acuerdos internacionales», dijo. A Rusia se le viene mojando adrede la oreja hace mucho tiempo, señaló, y citó En el abismo, un libro de 2015 del ya fallecido democristiano alemán Wilfried Scharnagl en el que se muestra «muy claramente que la política de Occidente era una provocación increíble» hacia Moscú y se advertía que «si la Unión Europea y la OTAN no cambiaban de rumbo», se iba hacia «la catástrofe».

«Quizás algún día se plantee la pregunta de quién quiso esta guerra, quién no quiso evitarla y quién no pudo evitarla», dice Kujat. Por lo pronto, él, que asegura haber hecho propuestas concretas de un acuerdo «aceptable para todas las partes» en enero de 2022, mes y medio antes de la invasión rusa a Ucrania, hoy está convencido de que la paz fue boicoteada por negociadores occidentales cada vez que parecía alcanzable. La oportunidad más clara fue en marzo, cuando hubo conversaciones en Estambul. «Se interrumpieron tras grandes avances y un resultado totalmente positivo para Ucrania», contó. En Turquía, Rusia se habría comprometido a retirar sus fuerzas hasta su nivel previo a la invasión a cambio de que Ucrania renunciara a ingresar a la OTAN y no permitiera el estacionamiento de tropas extranjeras. «El futuro de los territorios ocupados debía resolverse, a su vez, diplomáticamente, en un plazo de 15 años, renunciando de modo explícito a la fuerza militar.» De los avances en las negociaciones dieron cuenta el Financial Times de Londres y algunos periódicos alemanes. Los muertos se contaban entonces «solo» por cientos (hoy se habla de al menos 200 mil) y la destrucción de Ucrania era todavía evitable. ¿Por qué fracasó el acuerdo?, le pregunta la revista al general alemán. Y Kujat responde: «Según información fiable, el entonces primer ministro británico, Boris Johnson, intervino en Kiev el 9 de abril e impidió la firma. Su razonamiento era que Occidente no estaba preparado para poner fin a la guerra».

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Ya se estaba gestando lo que algunos analistas llaman el «cambio de eje» en la alianza occidental, en el que Francia y Alemania estaban perdiendo fuerza en beneficio de un trípode Washington-Londres-Varsovia interesado, por distintas razones, en arrasar Rusia. La cumbre de la OTAN en Madrid en junio consolidaría ese eje, con la asunción concreta y sin matices por todos sus miembros de los objetivos estratégicos propios de Estados Unidos y la subordinación del occidente de Europa a esos objetivos, como marca el español Manolo Monereo en su artículo «OTAN: la autonomía estratégica de Estados Unidos» (Público, 22-VII-22).

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Las afirmaciones del ex alto mando de la OTAN alemán sobre un boicot occidental a un alto el fuego y un acuerdo de paz fueron corroboradas por el ex primer ministro de Israel Naftali Bennett, que intermedió en aquel marzo tan lejano cuando simultáneamente tenían lugar contactos directos entre rusos y ucranianos en Gomel, Bielorrusia. Bennett acaba de revelar en su canal de Youtube, escribe el periodista germano Fabian Scheidler (Ctxt, 21-II-23), que fueron Estados Unidos y su hermano carnal inglés los que abortaron cualquier posibilidad de cese de los combates en momentos en que las tropas rusas se acercaban a Kiev. Bennett dijo que intervino en las negociaciones a pedido del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, que temía por su vida, y que antes de mediar mantuvo contactos con el presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Hubo intercambio de borradores para un acuerdo y todo parecía encaminado. «Tenía la impresión de que ambas partes [rusos y ucranianos] deseaban fervientemente un alto el fuego», dijo el político israelí, que el 5 de marzo voló a Moscú «a bordo de un jet privado proporcionado por la inteligencia» de su país para reunirse con Putin. El ruso hizo «concesiones sustanciales» y luego también Zelenski. Con ese resultado a la vista, Bennett se reunió con el canciller alemán Olaf Scholz, el presidente francés Emmanuel Macron, Johnson y «el gobierno estadounidense, incluido Biden», cuenta Scheidler. Macron y Scholz eran «los más pragmáticos», Johnson «el más agresivo» y en Washington «estaban representadas las dos posturas». Finalmente prevalecieron los halcones. «Sostengo que había muchas posibilidades de alcanzar un alto el fuego si ellos no lo hubieran frenado», insistió Bennett.

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Dice Kujat que toda mención a las negociaciones de Estambul desapareció rápidamente de los medios europeos y estadounidenses tras su fracaso por boicot. Nadie quiso saber qué pasó, afirmó, destacando la complicidad de la mayor parte de las publicaciones con la prédica belicista. «El debate sobre la entrega de determinados sistemas de armamento muestra con toda claridad la intención de muchos medios de jugar ellos mismos a la política», declaró, y aludió a la presión que se ejerció desde todos lados sobre Scholz para que se involucrara claramente en la guerra y se comprometiera a entregar a Ucrania, entre otras armas, sofisticados tanques Leopard 2 que Berlín irá enviando en las próximas semanas. «La Bundeswehr [las Fuerzas Armadas alemanas] está siendo desarmada y fagocitada con el fin de liberar armas y equipos militares para Ucrania. Algunos políticos lo justifican con el disparatado argumento de que en Ucrania se está defendiendo nuestra libertad. Ucrania lucha por su libertad, por su soberanía y por la integridad territorial del país. Pero los dos actores principales de esta guerra son Rusia y Estados Unidos. Ucrania también lucha por los intereses geopolíticos de Estados Unidos, cuyo objetivo declarado es debilitar a Rusia política, económica y militarmente a tal punto que ellos puedan ocuparse solo de su rival geopolítico, el único capaz de amenazar su supremacía como potencia mundial: China. […] No, esta guerra no es por nuestra libertad.»


Kujat comparte la opinión del jefe del Estado Mayor de Estados Unidos, el general Mark Milley, de que Ucrania «ya ha conseguido lo que podía militarmente. Más no es posible», aunque se le sigan enviando armas, municiones, «asesores». «Ahora hay un punto muerto en el conflicto» y «sería el momento adecuado para reanudar las negociaciones interrumpidas», apunta el general. Sin embargo, todos los países occidentales, con más o menos entusiasmo, están embarcados en una deriva belicista. En el caso estadounidense, inglés y de varios de los países del este europeo que más temen a Moscú, con Polonia a la cabeza, la fruición guerrerista es evidente.

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El periodista del Zeitgeschehen im Fokus Thomas Kaiser termina su entrevista a Kujat preguntándole por la voladura, en setiembre, de los gasoductos Nord Stream 1 y 2, que conectaban a Alemania con Rusia y que servían para abastecer a la principal potencia económica europea y a buena parte de los países de la Unión Europea en energía a precios tres veces más baratos que los que ahora le pagan a Estados Unidos por su gas licuado de fracking. «¿Tiene una evaluación sobre quién los hizo explotar?», inquiere Kaiser. «Hay pruebas circunstanciales, como suele ocurrir, pero no pruebas. Al menos ninguna que haya llegado a conocimiento público. Pero puedes estar seguro: acabarán saliendo a luz.»


Poco después de la respuesta de Kujat, el 8 de febrero, el estadounidense Seymour Hersh publicó en su blog (Ctxt la reprodujo en simultáneo en español) una larga nota en la que se acusa directamente a Estados Unidos de haber decidido la voladura de los gasoductos y a Noruega de haberla concretado.


Hersh es un veterano periodista que en 1970 ganó el premio Pulitzer por sus revelaciones sobre la masacre cometida por las tropas estadounidenses en la aldea de My Lai, en Vietnam, y que luego destacó, entre otras cosas, por sus investigaciones sobre las violaciones a los derechos humanos en la cárcel clandestina montada por la CIA en Abu Ghraib, Irak, en 2003. Cuando salió a la luz la matanza en Vietnam, Washington negó los hechos y trató al periodista de fabulador. También lo hizo ahora.


El problema con el caso de los gasoductos es que Hersh se basa en una sola fuente. Es una fuente de alto nivel, pero solo una. Su interlocutor le relata profusamente cómo se tramó la explosión desde bastante antes de la invasión rusa a Ucrania en reuniones washingtonianas de las que se ofrecen datos; cómo se la proyectó para que pasara desapercibida en ocasión de unas maniobras de la OTAN pergeñadas para la ocasión en el mar Báltico, en junio; cómo Biden dudó entonces sobre si era el momento adecuado para llevar a cabo la operación, que finalmente se concretó en setiembre; cómo esa postergación hizo que dos de las ocho bombas colocadas no estallaran por su deterioro bajo las aguas, como se pudo comprobar; cuáles fueron los explosivos que usaron los noruegos, y cómo y cuándo se accionaron. Y otros detalles.


La gran mayoría de los medios «serios» no publicaron la investigación. Cuando dijeron algo, algunos editores adujeron que no cumplía con los requisitos mínimos: que la fuente, además de única, era anónima y que no aportaba pruebas de ningún tipo. Algunos aseguraron que la nota contenía errores y otros, o los mismos, dispararon sobre el mensajero y destacaron que la reputación de Hersh estaba en entredicho en los últimos años por investigaciones que al parecer se habían revelado falsas.
Buena parte ni siquiera mencionó la existencia del trabajo del octogenario periodista. Unos pocos le dieron un espacio más o menos relevante: algunos en España, el canal France 24, el Times inglés, en Alemania el Berliner Zeitung. Consideraron que la investigación ameritaba al menos ser citada. Y algunos entrevistaron al autor. Es cierto que no era concluyente, sostuvieron casi todos, pero lo que decía tenía sentido.


Ni CNN, ni el Washington Post, ni el New York Times, por citar solo a algunos medios, investigaron nada cuando se produjo la voladura, en definitiva un hecho relevante en el marco de la guerra, al suponer la destrucción de una infraestructura carísima pagada casi por mitades por Alemania y Rusia. Hubo quienes prefirieron incluso dar vuelo a la versión estadounidense, que en un primer momento culpó a Moscú del sabotaje. Era tan absurdo que los rusos hubieran atentado contra una infraestructura que les era redituable económica y políticamente que al poco tiempo la abandonaron.


Esos medios tampoco trajeron a colación el contexto en el que se habían producido las explosiones, que apuntaba a un solo gran beneficiario posible de la desaparición de los Nord Stream: Estados Unidos. Y, subsidiariamente, Noruega, que también aumentó sus ventas de gas tras la voladura de los gasoductos. Bastaba con escuchar las declaraciones de jerarcas y exjerarcas estadounidenses previas y posteriores a los atentados (incluidos el propio Biden, el secretario de Estado, Antony Blinken, y la subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos, Victoria Nuland) para hacerse una idea cabal de por dónde venían los tiros y quién se vanagloriaba de la transformación de las tuberías en chatarra subterránea.


Si la opacidad mediática fue casi total, qué decir de la de los gobiernos. Comenzando por el de Alemania, que guarda silencio sobre unos atentados que lo han perjudicado de forma notoria y que tal vez hayan provenido de «fuego amigo».


Oskar Lafontaine, exministro de Finanzas alemán, expresidente del Partido Socialdemócrata y fundador de Die Linke (La Izquierda), de la que se alejó hace un año, cree que el «vasallaje» del gobierno de Scholz ante Estados Unidos es total. «La preocupación fundamental de los europeos debe ser cómo liberarse de la tutela estadounidense», declaró a Ctxt (28-I-23). La «pregunta fundamental» de hoy, dijo, es saber «si Alemania quiere seguir siendo un protectorado de Estados Unidos, ya que las decisiones militares que comportan el peligro de una guerra nuclear son tomadas únicamente por Estados Unidos y los europeos no tienen nada que decir». Lafontaine sabe que su postura es minoritaria en la izquierda del continente, embarcada en una deriva atlantista cada vez más pronunciada. En su propio país, Los Verdes, surgidos décadas atrás como un partido pacifista y antimperialista, además de ecologista, son hoy los más belicistas y proestadounidenses del espectro político, a imagen de la ministra de Relaciones Exteriores alemana, Annalena Baerbock. En Francia, el diario Libération, creado en los setenta por grupos de extrema izquierda surgidos de mayo del 68, tituló admirativamente «El jefe» su cobertura del lunes 20 del viaje de Biden a Kiev y Varsovia, en el que el presidente estadounidense –editorializó el cotidiano parisino– marcó «sin ambigüedad alguna» su defensa de los valores de Occidente…

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A esa escenificación guerrerista de Biden, Putin le respondió en el mismo tono, denunciando uno de los últimos tratados nucleares que vinculaba a los dos países. Y la guerra va para largo. «Hasta el colapso de uno u otro», de rusos o estadounidenses, afirma Emmanuel Todd, un antropólogo, historiador y politólogo francés con fama de iconoclasta que desde comienzos de los dos mil viene investigando las condiciones en que se está produciendo el declive progresivo del «sistema imperial americano». En una entrevista con el diario Le Figaro (12-I-23) a propósito de su último libro (cuyo título deja poco lugar a dudas sobre su tesis: La tercera guerra mundial ya comenzó), Todd analiza, entre otros muchos puntos, la génesis del conflicto, las fuerzas y los valores que se oponen, la visión rusa, el porqué de la resistencia militar ucraniana y económica rusa. Y la caída paradójica del dominio estadounidense sobre el planeta, que se da al mismo tiempo que Washington se implica en más y más guerras. «En todas partes se ve el debilitamiento de Estados Unidos, pero no en Europa ni en Japón, porque uno de los efectos de la retracción del sistema imperial es que Estados Unidos refuerza su control sobre sus protectorados iniciales», escribe el francés. Y esa ceguera hace estragos, en primer lugar en las tierras de los que no pueden, o no quieren, ver.

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