Este noviembre, los muros de Montevideo amanecieron con pintadas latinoamericanistas entre las calles tupidas de propaganda electoral. Se mezclaron con los trapos rosados del No a la Reforma que todavía se agitan en árboles y postes. Eso sí, ya no brillan. Están ajados o percudidos pero vigentes. Uruguay dijo no al plebiscito que proponía, entre otras cosas, que los militares metieran sus narices en las tareas de seguridad pública. Sin embargo, ese mismo día, el 27 de octubre, también ocurrió lo que anticiparon las encuestas: Cabildo Abierto obtuvo 11 diputados y tres senadores. Una bancada parlamentaria que Luis Lacalle Pou necesitará para gobernar si el próximo domingo es elegido presidente.
En la mayoría de los puestos callejeros que distribuyen papeletas de las duplas presidenciales hay banderas de Uruguay. En la plaza Libertad, se instaló un gazebo frenteamplista que también exhibe –además de la partidaria– la chilena y la wiphala (que todavía no es fácil conseguir). Pasada la primera vuelta, cuando la derechización del electorado ya era un hecho, las bases frenteamplistas y la militancia de izquierda no partidaria, anestesiadas durante la campaña electoral, despertaron. Cobraron vida los comités y fueron muchos los que pasaron del desencanto paralizante a la búsqueda de votos, uno por uno. Si Martínez intentaba representar la renovación, el resultado electoral lo obligó a recurrir a Danilo Astori y a José Mujica para conformar el elenco propuesto para un cuarto gobierno frenteamplista. En el caso del ex presidente, los asesores del candidato depositaron en su caudillaje en el interior del país la esperanza de recuperar los votos perdidos, particularmente en aquellos lugares donde la merma coincidió con una buena votación de los cabildantes.
Hubo feministas en la calle, como siempre que una mujer es asesinada por ser mujer (en noviembre fueron tres y hay un cuarto femicidio por confirmar), y también en respuesta a las declaraciones misóginas de un diputado electo por el partido que lidera el ex comandante en jefe del Ejército Guido Manini Ríos. Lacalle Pou ha repetido hasta el cansancio que no derogará las leyes que componen la denominada agenda de derechos, pero no alcanza. Se sabe que hay otras maneras de atrofiar el espíritu de las normas, por ejemplo, con falta de presupuesto para su implementación o con políticas públicas que contravengan sus enfoques (o ambas). Se sabe que la reacción también es discursiva. Basta husmear las redes –no demasiado– para advertir la reinstalación de debates en torno al aborto, al matrimonio igualitario, a la ley trans y a la noción de familia. Más allá de los resultados electorales, la reacción está instalada. El líder de Cabildo Abierto ha dejado claro que es necesario restablecer el orden patriarcal: “Ya no es el obrero contra el patrón, el empleado contra el empleador; ahora es mujer contra marido y contra hijos”. Los ultraderechistas dejaron de ser unos locos sueltos y jocosos.
Todo el merchandising del Partido Nacional sugiere, con una tónica inocentona, que “está bueno cambiar”, “#Ahora sí”. Léase “alternancia”, concepto que el propio Lacalle Pou definió en plena campaña (“La democracia se sostiene justamente sobre la alternancia, sobre el cambio de partidos políticos. Lo otro es dictadura”) y amplió la noche del 27 (“El mensaje es de una alternancia plural, no es de un partido solo, es de un país con responsabilidades de muchos”). ¿Un cambio hacia qué? No es difícil suponerlo, pero lo que no es tan evidente es cómo lo harán. El documento de la coalición multicolor “Compromiso por el país” es escueto, pero claramente empresista y conservador (Véase “Qué se muestra, qué se oculta”, Brecha, 8/XI/19). Sin embargo, a pocas horas de la elección, los ases están debajo de la manga: ¿de dónde saldrá el ahorro de 900 millones de dólares?, ¿cuál es el alcance de la ley de “urgente consideración”?, ¿y el de la declaración de “emergencia nacional de seguridad”? ¿Y el de la coalición? ¿Cómo pactará Lacalle Pou esos acuerdos? ¿Solamente con cargos en el Ejecutivo? ¿Qué está dispuesto a resignar?
El próximo domingo las urnas revelarán un escenario novedoso: un cuarto gobierno del FA sin mayoría legislativa o un gobierno nacionalista que necesitará de los colorados y de la ultraderecha para gobernar. En cualquier caso, lo que ocurra será en medio de la sordidez política de América Latina, otra vez desahuciada por el retorno de los militares, el terrorismo de Estado y el merodeo del Fmi.
Si la primera vuelta estuvo precedida por la expectativa en las elecciones argentinas y las protestas masivas del despertar chileno, de cara al balotaje el escenario latinoamericano es todavía más intenso. A la liberación de Lula, le siguió el golpe en Bolivia y noticias cada vez más cruentas de la represión en Chile. Las imágenes que se retienen de este noviembre son elocuentes: juramento con biblias, la wiphala en llamas, representaciones artísticas de los ojos que los carabineros chilenos sacaron con sus disparos a más de doscientas personas. Los Estados, utilizando sus fuerzas represivas, matan, torturan y ejercen violencia sexual –en especial hacia las mujeres– por ejercer el derecho a protestar.
No vienen tiempos fáciles para quienes tienen convicciones democráticas. Sea cual sea el resultado electoral, las izquierdas –partidarias o no– deberán abrirse a la autocrítica y discutir seriamente cómo desarrollar un abordaje que permita dialogar con todas las miradas anticapitalistas y no eluda la existencia del orden patriarcal, que es racista y colonial. No será suficiente con resistir. Hay mucho para pensar y mucho para debatir. Pero tampoco vienen tiempos fáciles para quienes quieran dominar esta América Latina furiosa, que sale a la calle cada vez con más fuerza.