Este número especial de Brecha, que se publica en forma digital con apoyo de la Rel UITA, recoge muchas de las notas ya publicadas en el semanario a lo largo del año transcurrido desde el 7 de octubre y algunas anteriores, actualizadas; incorpora otras escritas especialmente para esta entrega y reproduce artículos aparecidos, en su mayoría, en medios amigos. Los puntos de vista aquí recogidos son diversos y hasta divergentes. Tienen –eso sí– una base común: como decía Albert Camus, hay épocas, momentos, en que toda indiferencia es criminal.
El 7 de octubre de 2023 el movimiento Hamás y otros grupos palestinos lanzaban en Israel una ofensiva sin precedentes. Alrededor de 1.200 israelíes morirían ese día y más de 250 personas (israelíes y no) serían capturadas por los atacantes. La acción de los palestinos sorprendió por su magnitud y violencia a tirios y troyanos, y fue considerada, por los países y los medios de comunicación occidentales, como el punto inicial de una «nueva guerra» surgida prácticamente de la nada y causada por seres irracionales, o «animales humanos», según la jerga que comenzaron a usar las autoridades israelíes y sus pares aliadas, y que se impuso urbi et orbi.
El del 7 de octubre fue, sin duda, un acontecimiento que rompió el statu quo en la región. Pero no sucedió bajo un cielo sereno y lo que seguiría lejos estaría de parecerse a guerra alguna, y sí a una operación de exterminio lisa y llana, a un genocidio, el genocidio del siglo XXI, con su sistematicidad planificada, hasta en sus ritmos y métodos, de acuerdo a lo que de a poco comenzarían a constatar y a denunciar organismos internacionales.
Al cierre de esta edición especial de Brecha y la Rel UITA que ofrece una retrospectiva de la masacre, los muertos palestinos en Gaza rondaban los 42 mil, gran parte de ellos mujeres y niños. Una cifra espeluznante –avalada por agencias de Naciones Unidas– que, sin embargo, lejos estaría de dar cuenta de la realidad real, al basarse solo en las personas víctimas de bombardeos y cuyos cuerpos fueron hallados. Hay otros miles bajo los escombros y muchísimos (ni que hablar de niños) han muerto luego por sus heridas, por enfermedades varias o de hambre (la hambruna no ha sido un «daño colateral» de esta «guerra», sino una política manifiesta de los atacantes). En julio, cuando los datos oficiales hablaban de 38 mil muertos, la revista médica británica The Lancet elevaba esa cifra hasta 186 mil. Un 8 por ciento de los gazatíes. ¿Cuántos serán hoy?
De la situación en la Franja poco se conocería sin los testimonios reportados desde allí por periodistas palestinos que han permanecido en el lugar a pesar de haber sido tomados como blanco directo por las tropas israelíes y de que su territorio ha estado –hasta ahora mismo– cerrado a cal y canto a la prensa internacional. También gracias a investigaciones independientes. Incluso de medios de comunicación y de grupos israelíes que luchan a brazo partido contra el clima pogromesco que se ha ido imponiendo en su país. Todos ellos han permitido, entre otras cosas, desmentir operaciones de intoxicación y manipulación informativa, en particular sobre lo que pasó (y lo que no pasó) el 7 de octubre, y abordar los hechos, interpretarlos, desde otros parámetros, con otras herramientas.
Uno de los lugares comunes, repetidos hasta el hartazgo desde el inicio de esta guerra que no es tal, se decía más arriba, es que todo arrancó hace un año. Historiadores, analistas, investigadores de distintas disciplinas, enfoques y orígenes (palestinos y árabes en general, israelíes, estadounidenses y europeos) se han esforzado por poner lo sucedido en contexto, ubicando el acontecimiento en el tiempo largo, remontando al origen del proyecto colonial, o a la Nakba, el desastre original palestino. Miradas, enfoques que han permitido, por ejemplo, ver cómo el exterminio de la población palestina viene, precisamente, de lejos. Les ha costado abrirse paso a quienes así piensan. Sin excepción, ellos –y las organizaciones de derechos humanos y los militantes y las personas de a pie que han denunciado las masacres– han debido cargar con el sambenito de «antisemitas». Cuando se trata de judíos podría parecer hasta ridículo. Más aún cuando el epíteto les cae a quienes no comparten esa mirada larga –tienen otra– y la indignación les viene fundamentalmente de la constatación del horror y de la comprensión del sufrimiento del otro. Pero así ha sido.
Mucha polémica ha causado, es cierto, la acción de Hamás y los otros grupos palestinos del 7 de octubre. Como sucediera en otros contextos, en otras épocas, la discusión sobre los límites de la violencia volvió a estar en el tapete. ¿Cómo se explica?, ¿qué la fundamenta? Olvidado por muchos años, Frantz Fanon retornó por sus fueros. Ya lo venía haciendo, pero el 7 de octubre renovó el interés por el pensador y militante antillano que tanto alimentara las posturas de los movimientos de liberación tercermundistas en los sesenta y setenta, y tantos debates generara al interior de las izquierdas.
Factores como las humillaciones cotidianas y sistemáticas, los asesinatos masivos y a cuentagotas, la situación de los presos, el callejón sin salida a que ha sido conducida la población palestina (toda ella, la de Gaza y la de los territorios ocupados) a fuerza de «acuerdos de paz» frustrados o concebidos incluso como trampas, la represión brutal que generaron en su momento protestas masivas que no se salían de los cauces de la normalidad (las piedras contra los tanques y las balas de la intifada de 1987) ¿no contribuyeron acaso a explicar también esa violencia que se fue incubando y terminó por estallar?
¿Y Hamás? ¿Qué es Hamás? ¿Es realmente ese movimiento de locos, de terroristas sedientos de sangre que se complacen en presentar los medios de comunicación mainstream y quienes sostienen acríticamente a Israel? Por lo demás, toda una joven generación militante palestina, con puntos de contacto pero también muchas diferencias con las anteriores, se ha ido forjando tras el vacío creado por los fracasos sucesivos de los acuerdos de paz, y sobre el fondo de represiones ajenas y traiciones propias.
No es solo Gaza. Es también Cisjordania, territorio –en parte– supuestamente autónomo en el que los distintos gobiernos de Israel han tolerado a una Autoridad Nacional Palestina que le ha sido funcional para mantener a raya y controlada a la población local. Por Cisjordania ha ido avanzando, al amparo de las armas, la colonización de las tierras palestinas, un proceso que se ha acelerado desde el 7 de octubre y que hoy no encuentra freno alguno, a pesar de que se lleva adelante violando olímpicamente el derecho internacional, y variadas y repetidas resoluciones de las Naciones Unidas. El territorio de Cisjordania es actualmente un damero salpicado aquí y allá por colonias que se van extendiendo, protegidas por una nueva legalidad ad hoc e impulsadas por fabulosas infraestructuras y equipamientos que aumentan la diferenciación con la población palestina y su segregación, remedo siglo XXI de la Sudáfrica del apartheid.
Difícil –imposible más bien– que todo esto pudiera realmente darse si Israel no se beneficiara de los apoyos financieros, militares y políticos de sus socios occidentales, con Estados Unidos a la cabeza. Y de sus grandes empresas. Ni siquiera su narrativa (comenzando por su alegado «derecho a la defensa») podría sostenerse sin esos respaldos.
A medida que la deshumanización de los palestinos se ha ido consolidando en la visión que se tiene desde fuera, han ido aumentando los clisés, de todo tipo, incluidos los de género. Decía hacia fines de setiembre James Elder, portavoz de Unicef, que una de las razones que explican por qué Gaza no se derrumbó aún por completo es «el nivel educativo de su población, su altísima tasa de alfabetización, de las más elevadas del mundo». «No se tiene esa visión desde el exterior: a los palestinos se los menosprecia», decía también Elder, pero sorprende ver el número de gente «formada y bien formada, de nutricionistas, de médicos, de trabajadores de la salud, de ingenieros, muy buscados todos en la región». Ha sido una de las características de esta «guerra» la saña con que han sido atacadas las infraestructuras educativas, al punto de parir un concepto, el de escolasticidio. Si no desaparecen todos, y por más que la guerra y su agravación sean la oferta inmediata, «ese sustrato quedará», apostaba el buen hombre, y «será la base de una posible reconstrucción». Y ahí siguen, con la tozudez y desde la extrañeza con que, de lejos, a veces, los miramos.
El movimiento en las universidades estadounidenses –similar en algunos puntos al que agitó los campus durante la guerra de Vietnam– y, en una escala menor, en las europeas ha jugado un papel en el quiebre relativo del consenso del que el relato israelí gozaba hasta ahora en Occidente. Las campañas de boicot han hecho también lo suyo. «¿Cuál es la mayor diferencia entre el mundo en el que creciste y el mundo en el que van a crecer tus nietos?», le preguntaban por estos días al historiador palestino-estadounidense Rashid Khalidi (Diario Red, 1-X-24). «Yo crecí en un mundo donde no había ninguna voz palestina […], en el que la narrativa sionista era completamente hegemónica e Israel se describía abrumadoramente como “una luz para las naciones”. Esto ya no es así. Actualmente Israel está amplia y correctamente considerado como un Estado paria. Y eso está entre el puñado de cosas buenas que han sucedido en estos tiempos realmente tan malos», respondía Khalidi.
Aun así, Israel ha seguido matando y expandiendo la guerra a toda la región, apuntando a rehacer el mapa global de Oriente Medio de la misma manera que ha intentado e intenta rehacer el mapa de Gaza y de Palestina toda, incluyendo su rediseño «urbanístico» a pesar de esporádicos pataleos externos que no han pasado de allí y de tironeos internos que, por el momento, no parecen tener eficacia alguna. Por la positiva (envío de armas, votaciones internacionales) o por omisión y por mirar hacia el costado, países que se presentan a sí mismos como portaestandartes de los derechos humanos no solo han avalado de hecho el genocidio, sino también la ampliación del campo de la guerra.
América Latina no ha sido de las regiones del mundo más activas en la denuncia del genocidio. Sin embargo, de aquí han provenido algunas de las voces más fuertes en ese plano. Y de aquí han salido también expresiones culturales originales de solidaridad.
¿Y por casa? ¿Y el progresismo y la izquierda uruguayos? Prácticamente inaudibles de tan confusos, o de tan tibios, o de tan ajenos y prescindentes, salvo excepciones. La cuestión los ha incomodado particularmente o los ha sacado de quicio, hace ya largo tiempo. A pesar de ser uno de los temas clave de lo que se nos vino, de lo que se nos viene. La forma en que se planteó, se procesó y se resolvió una de las pocas discusiones públicas sobre el asunto así lo muestran. Hay lazos, antiguos lazos –culturales, económicos, políticos–, que explican esa incomodidad. Y plantean preguntas, seguramente incómodas también, de cara al futuro bien próximo.
Daniel Gatti